Hace algo más de treinta años, tuve que tomar una de mis primeras decisiones sobre mi educación: fue la de elegir entre los idiomas francés e inglés. La mayoría de los estudiantes elegimos la segunda opción, parecía que había un runrún, no tan claro entonces como ahora, que indicaba que el inglés era cosa del futuro y que iba a ser la lengua predominante.

Tras aquella decisión, recibí nueve años con clases de inglés, siete en mi colegio (tres en la EGB y cuatro entre BUP y COU), más dos en mis primeros años de Universidad. He de reconocer que a pesar de la buena voluntad y capacidad de mis profesores, solo pude aprender algo de la gramática inglesa y a leerlo razonablemente. Sin embargo, aprender a hablar en un idioma junto a cuarenta compañeros parecía harto complicado.

En la actualidad, cada año parece más importante tener conocimientos de inglés para acceder a un puesto de trabajo. Esto ha generado una creciente obsesión en su aprendizaje, y que ha supuesto que ya no hay escuela infantil que no te garantice que junto al dibujo del perro que se cuelga junto a la pizarra, aparece la palabra «dog» (imagino que tras el decreto Marzà, debajo de la palabra «gos»).

A todo esto, hay que añadir el sinfín de cursos coleccionables de inglés en todos los formatos posibles, en alguno de los cuales yo he caído, más todas las academias que preparan ese duro aprendizaje del idioma de Shakespeare para los nativos de Cervantes. Por cierto, si uno observa a otros países cuya educación envidiamos, comprobaremos que la obsesión que tenemos en España por el idioma no existe, y que los mecanismos de aprendizaje van mucho más allá de la escuela.

Pero como parece tan necesario el inglés para el futuro de nuestros hijos, el conseller Marzà lo ha utilizado como gancho para conseguir que se elijan las líneas con mayor inmersión en valenciano. Es curioso que algo tan complejo como la educación se haya reducido al binomio valenciano-inglés. Parece que el resto de asignaturas importan un pimiento para la formación. De hecho, ya se dice que algunas asignaturas pueden perder cierto contenido al ser impartidas en valenciano o inglés para no nativos.

Por mi parte, me voy a permitir romper una lanza a favor de las materias que van a sufrir el absurdo proceso de inmersión lingüística al que nos pretenden someter Ximo Puig y Vicent Marzà. Sólo hay que observar las ofertas de trabajo actuales y los porcentajes de inserción laboral de los diferentes estudios universitarios, para observar la alta demanda de ingenieros, matemáticos, físicos y similares. Algo que les une a todos ellos es la necesidad de asignaturas que parecen olvidadas, por no decir denostadas. Las matemáticas, la física, la química, la programación tienen en común que obligan al estudiante a aplicar su ingenio, a aprender a solucionar problemas nuevos cuya solución no pueden memorizar, e incluso me atrevería a decir que ayudan a obtener el sentido crítico de lo verdadero.

Yo me he inclinado siempre por las matemáticas, siempre me ha fascinado el continuo reto que supone cada nuevo problema, ese afán de superación al que te obligan.

Pero a los políticos que gobiernan la Comunidad, todo esto no parece importarles. Hablan de horas de inglés, para esconder que realmente quieren decir horas de adoctrinamiento en valenciano. Lo demás ha pasado a segundo o tercer plano. Que no nos engañen, más horas de inglés no implica un salto de calidad notable en su aprendizaje, por mucho grado de conocimiento que la Conselleria certifique. Me lo comentaba la semana pasada un importante reclutador de recursos humanos, el inglés es muy importante, pero la ventaja es que su conocimiento se puede adquirir razonablemente con una estancia en el extranjero, mientras tanto, el razonamiento y capacidad de solucionar problemas nuevos que te proporcionan las matemáticas no es tan fácil de obtener.