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La amenaza yihadista sobre Europa

Un coche, un cuchillo, un altavoz

La evolución del terrorismo artesanal yihadista y la cobertura mediática del atentado de Westminster

Europa aprendió en Londres, en mayo de 2013, que bastaba un machete islámico para asesinar a un soldado. En julio pasado completó su lenta formación en tácticas terroristas al descubrir en Niza que un camión de gran tonelaje podía llevarse por delante la vida de 87 personas, una treintena más que el cuádruple atentado del 7-J londinense. Desde entonces, el cuchillo y el camión han pasado a integrarse en el repertorio de pesadillas de las fuerzas de seguridad. De hecho, las pasadas Navidades, tras los 12 muertos de Berlín, el Continente se volvió un despliegue de obstáculos para impedir el acceso de grandes vehículos a zonas peatonales. Pero el pasado miércoles, Londres añadió un nuevo capítulo al manual de quebrantos: también vale un coche, aunque cause menos víctimas, para conmocionar a Occidente. Lo que quiere decir que incluso una moto de gran cilindrada, con o sin prótesis asesinas, puede servir a los designios del yihadismo.

Todas las lecciones que está recibiendo Europa se las sabían de memoria desde hace años los israelíes, que tras la construcción del Muro con Cisjordania se acostumbraron a los ataques con cuchillo de cocina y vehículo de andar por casa. Pero no sólo es Europa la protagonista del aprendizaje. Los yihadistas también han sacado conclusiones. Si montar grandes operativos (11-S neoyorquino, 11-M madrileño, 7-J londinense, 13-N parisino) nunca ha sido empresa fácil, el refuerzo creciente de las medidas de seguridad ha vuelto la macabra tarea cada vez más difícil. De modo que, manteniendo todas las opciones sobre la mesa, los yihadistas han decidido imitar a los palestinos y privilegiar la táctica artesana de la bola de nieve.

El coche y el cuchillo, pero sobre todo este último, han sido empleados en Europa en más de una decena larga de ocasiones -barajemos una estimación muy, muy prudente- desde el pasado verano. Unos actos han sido reivindicados, otros no. En algunos, los investigadores han aceptado la hipótesis terrorista; en otros, la han descartado en beneficio del más impreciso diagnóstico del trastorno mental. A los yihadistas, una vez lanzado a la "umma" el llamamiento general a atacar a todos los occidentales en cualquier sitio y lugar, les da igual. La sangre derramada, por lobos solitarios o por trastornados que se suman a la moda de la degollina, cuenta siempre en su haber y hace girar la bola.

Hasta tal punto ha calado el mensaje del terrorismo artesano que, este mismo miércoles, unas horas antes del atentado de Westminster, el criptodictador Erdogan, enfangado en una escalada de confrontación con Europa para reforzarse en su proceso de laminación de la democracia turca, amenazó a todos los europeos con no tener nunca seguridad en ningún sitio si continúan "humillando" al islam. Un jefe de Estado de un país asociado a la UE y miembro de la OTAN adopta las maneras antaño reservadas a líderes de bandas terroristas. ¿Hace falta mayor prueba del éxito del discurso yihadista?

Ahora bien, no todos los apuntes suman por igual en el haber del yihadismo. Porque no todos gozan del mismo altavoz. Los pequeños golpes, los que pueden ser clasificados por las policías como obra de trastornados, reciben escasa cobertura mediática, aunque refuerzan la autoestima terrorista a través de las redes sociales. Se necesitan grandes golpes para ocupar cuadernillos de letra impresa y horas de presencia digital o televisiva. O por lo menos así era hasta ahora. Porque, la lección que Londres ha añadido esta semana al prontuario yihadista va más allá de la reducción del volumen del arma asesina. No es necesaria una masacre. Basta con dar el golpe en el sitio adecuado, un lugar simbólico, para que la maquinaria mediática se transforme en el altavoz que convierte un cuchillo y un pequeño vehículo, incapaces de segar un gran número de vidas, en armas de propaganda masiva que alimentan la rueda de la destrucción.

Por supuesto, los medios de comunicación tienen que cumplir con su deber de dar cauce al derecho fundamental a la difusión de información veraz. El simple hecho de plantearse lo contrario, siquiera un momento, sería un atentado al ordenamiento democrático y, por lo tanto, una gran victoria del terrorismo. Pero el ejercicio pleno del derecho a la información exige igualmente una profunda reflexión sobre el tratamiento que merece cada acto terrorista. Orillar esa reflexión conlleva un comportamiento inercial que, a nadie se le oculta, sólo puede contribuir a engrosar la bola de nieve que ha echado a rodar el yihadismo.

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