Pocos enclaves de nuestra geografía atesoran tantas figuras de protección como el archipiélago alicantino de Nueva Tabarca. Entre otras destacan las de Reserva Marina de Interés Pesquero, Bien de Interés Cultural, Lugar de Interés Comunitario, Zona de Especial Importancia para las Aves y Reserva Natural. Sí, no nos hemos equivocado, nuestra querida Planesia, como la denominaban los griegos, también está declarada como Reserva Natural. Allá por el año 1994 las Cortes Valencianas aprobaban la Ley de Espacios Naturales Protegidos de la Comunidad Valenciana. Entre un amplio listado de parques naturales «se coló» una Reserva (Marina) Natural de la Isla de Tabarca. Bajo esta ambigua designación quedaba protegida, al menos en el papel, la única isla habitada de la Comunitat Valenciana. Y así hasta hoy en día...

Cualquiera que en la actualidad, 23 años después, desembarque en la isla difícilmente se podrá imaginar que está en una reserva natural. Ni en los barcos de transporte de viajeros, ni en el propio puerto, se ofrece información sobre los valores naturales de este valioso ecosistema insular. Afortunadamente, el Museo Nueva Tabarca es una honrosa excepción. A pesar de sus reducidas dimensiones, sus magníficas instalaciones ofrecen de una manera divulgativa, a la vez que rigurosa, junto a los diferentes carteles sobre aspectos patrimoniales instalados por toda la isla, la información necesaria para poder apreciar y respetar el rico patrimonio integral del archipiélago. Pero como siempre hemos dicho, el medio terrestre tabarquino sigue estando totalmente eclipsado por su extenso patrimonio histórico y el impresionante medio marino que lo rodea.

El listado de amenazas y agresiones que afectan a este pequeño espacio emergido «protegido», de tan solo 30 hectáreas de superficie, es bochornosamente extenso. Empezando por la insostenible aglomeración de visitantes en determinadas épocas, especialmente en verano. Sin lugar a dudas, la masificación de turistas es el verdadero talón de Aquiles de Tabarca, una cuestión polémica y peliaguda, que ninguna Administración ha intentado resolver en todos estos años. Aunque suene increíble, no hay datos independientes y objetivos de la verdadera afluencia de visitantes diarios a la isla. Se han barajado cifras de hasta 10.000 personas en un único día, pero son solo eso, estimaciones. Seguramente detrás de la rarefacción o desaparición de algunas especies animales protegidas, como el eslizón ibérico, el chorlitejo patinegro o una subespecie endémica de escarabajo, se encuentre el impacto producido por el enorme número de personas que a diario recorren la isla de una manera incontrolada. La proliferación indiscriminada de sendas y atajos por doquier suponen una grave molestia para la fauna autóctona, pero no hay que olvidar el pisoteo indiscriminado de la vegetación tabarquina, gran parte de ella considerada de «interés comunitario» por la legislación europea y los graves problemas erosivos derivados. A esto hay que sumarle la gran cantidad de residuos generada, muchos de los cuales no acaban en las papeleras o contenedores, con el consecuente perjuicio para el medio ambiente.

Sin embargo, hay que reconocer que se han realizado tímidos avances en algunos aspectos de gestión ambiental, como la restauración de parte de la escombrera del campo tabarquino o la limpieza en época más avanzada de los arribazones de Posidonia de la playa principal y de una manera más respetuosa. De esta manera se protege de la erosión la primera línea de la playa durante más tiempo y se evita la retirada de la poca arena que conserva. Pero todavía restan muchos temas por solucionar.

Uno de ellos es la proliferación de especies invasoras en medios insulares, tanto de flora como de fauna. Resulta muy evidente la gran cantidad de gatos que habitan la zona del pueblo y los alrededores de los restaurantes, los cuales no solo ocasionan problemas sanitarios y de imagen. Se ha documentado que el 14% de las especies de vertebrados insulares del mundo han sido extinguidas por estos felinos. Diversos artículos científicos recomiendan la retirada de los gatos asilvestrados de las islas de reducidas dimensiones. Algo parecido ocurre con los roedores, cuyas poblaciones se ven favorecidas por la gran cantidad de alimento generada por una insostenible actividad turística.

Si no queremos condenar a Tabarca a morir de éxito, es hora de que las administraciones competentes tomen urgentemente cartas en el asunto. Empezando por cumplir la extensa legislación que la ampara. Además, es imprescindible aprobar un Plan de Gestión que limite los usos y los compatibilice con la conservación del medio natural. Eso que hoy en día llaman sostenibilidad. El nombre de la figura de protección elegida debería ser lo de menos: parque natural, paraje natural municipal o reserva natural. Lo importante es que podamos preservar para las generaciones futuras, y en las mejores condiciones posibles, esta auténtica joya anclada en uno de los más bellos rincones de nuestro viejo Mare Nostrum.