Las pasadas elecciones en los Países Bajos ha dejado a algunos un sabor dulce por la derrota del populista Geert Wilders. Este político, tras una campaña a base de tweets, tocados por el odio, ha hecho temblar los cimientos, no de su país, sino de toda la Unión Europea. La victoria del liberal Rutte parece que ha calmado la ansiedad de los proeuropeos, pero no deben relajarse demasiado, pues esos cimientos todavía están afectados por unos vicios con riesgo de derrumbe. No hay que olvidar que el partido del ultraderechista ha sido el segundo partido más votado y se va a erigir en el Parlamento como líder de la oposición neerlandesa, manteniendo el discurso disruptivo contra la Unión Europea y lo que representa ésta. Como se suele decir, se ha ganado una batalla, pero la guerra dista mucho de haber terminado, más bien, todo lo contrario, esto sólo ha hecho más que comenzar.

En un par de meses volveremos a contener la respiración con las elecciones presidenciales francesas, en la que las encuestas apuntan a que la candidata ultraderechista Le Pen pasará el primer corte y se jugará con el liberal Macron la presidencia en la segunda vuelta. Es decir, que el discurso racista, xenófobo y de negación de los valores que hicieron posible la Unión Europea ha calado en la sociedad de los países que la fundaron.

Europa se está licuando. Y ese proceso se ha originado en los Estados que hicieron posible su nacimiento. Sin embargo, no se trata de un fenómeno que afecte exclusivamente a nuestro continente, pues el motivo de fondo radica en lo que se ha denominado Occidente, como paladín de la democracia internacional. Primero fue el «Brexit», luego la victoria de Trump y todavía quedan episodios que mantendrán la tensión en medio mundo, y todo ello es consecuencia del fracaso en la ejecución de aquellas ideas que proponían espacios globales de decisión. En efecto, la globalización representaba una oportunidad de extender los valores propios de la democracia a aquellos lugares con mayor déficit de derechos y participación popular, sin embargo, lo que ha traído consigo es la burocratización desmedida del poder político, que lo ha convertido en una amalgama de datos estadísticos deshumanizados e ineficaces a los ojos de los ciudadanos. Esa mala ejecución del diseño global, incluida la Unión Europea, ha recibido la respuesta por parte de la sociedad que la hizo posible, mostrando su rechazo al actual sistema por medio de aquellos voceros que predican contra él.

La dialéctica izquierda y derecha ha sido superada por los partidarios del sistema y los antisistema. La búsqueda del equilibrio entre el capital y el trabajo ya no sirve en una sociedad inmersa en una revolución tecnológica y deslocalizada, donde el capital se mueve por todo el mundo con una velocidad casi similar al proceso de sustitución de la fuerza del trabajo por las nuevas tecnologías. La falta de visión de aquellos que han ocupado los puestos de liderazgo en las dos últimas décadas, que no han acometido las reformas necesarias para situar al ciudadano en el centro del sistema, ha provocado un alejamiento social que recuerda, salvando las profundas distancias, la escenografía política del último tercio del siglo XIX, en la que nos encontrábamos con los contrarios al sistema y propugnaban su cambio por otro, los que defendían la conservación del sistema y aquellos que planteaban la reforma del sistema desde dentro del sistema. Se empieza a echar de menos en la actualidad a esta última línea de pensamiento. Parece confirmarse que la historia se repite; confío que, al final, aprendamos de nuestros errores.