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Un país de camarotes estancos

Es paradójico que sea un holandés el autor de la frase «hay demasiados marroquíes por aquí» y no un español destetado con las hazañas de El Cid y la bendición de Santiago Apóstol. El miércoles se celebran elecciones en Holanda y la duda es si vencerá el derechista primer ministro o el candidato de la extrema derecha. La política es un plano que se inclina según los estados de opinión del electorado. Si éste ha sido abducido por el pánico a la inmigración, el plano vence hacia la derecha y todos los partidos se deslizan en ese sentido por obra de la fuerza de la gravedad política, que fue descubierta mucho antes de que Newton se topara con su manzana. Los holandeses padecen ahora el síndrome de las invasiones bárbaras y nada mejor que una ministra turca de visita a sus compatriotas para recuperar el espíritu cruzado. Ayer, la ministra fue expulsada de Holanda como si fuera el Duque de Alba no por el candidato xenófobo, sino por el liberal primer ministro que quiere parar el «populismo equivocado». Tendrá que explicar en qué consiste el «populismo acertado».

La sentencia que condena a Artur Mas a dos años de inhabilitación tiene cien páginas y por ahora otras tantas interpretaciones que oscilan entre quienes hablan de severa arbitrariedad y quienes acusan al tribunal de haber pasteleado una condena ridícula. La reflexión más pintoresca es la de un columnista que hoy sugiere al Gobierno que indulte cuanto antes a Mas como gesto de concordia. Un grado de discrepancia tan abrumador me ha impulsado a leer la sentencia, una actividad apasionante si uno es el isleño Robinson Crusoe. Cumplido el trámite, creo que el pecado original se encuentra en la frase «no puede descartarse un juicio interpretativo que se represente la posible legalidad del proceso». En lenguaje cheli, el tribunal admite que Mas pudo creer que el referéndum no había sido prohibido. Lógicamente, si el presupuesto fáctico fundamental de la sentencia es un disparate tan faraónico, cualquier conclusión jurídica y su contraria son inatacables, al menos hasta que el Tribunal Supremo declare restaurado el sentido común.

15 miércoles

La leyenda asegura que Alexander Graham Bell propuso la expresión «a la vista» como saludo inicial en las conversaciones telefónicas, pero finalmente se impuso «hola» a instancias de Edison. Es lástima, ya que «a la vista» describiría filosóficamente lo que ha ocurrido con una conversación adulterina del rey emérito que fue grabada por los servicios de inteligencia hace casi treinta años. Hoy se ha difundido con propósitos inalcanzables para quien no frecuente las llamadas «cloacas» del Estado, una metáfora de los recovecos menos ejemplares de las instituciones. Observarán que el Estado es un edificio extravagante cuyos sumideros se encuentran en los pisos superiores y no en el subsuelo. Por otra parte, no parece traumática la revelación de las peripecias amatorias de un rey sin corona al que cuarenta millones de súbditos catalogaron hace mucho tiempo como un picaruelo garboso con los gastos pagados. Carlos de Inglaterra también vio aireadas intimidades sin que sus expectativas hereditarias se resintiesen, aunque tal vez se debiera a que en Gran Bretaña no hay republicanos y a que además parece dudoso que su madre expire algún día. Minucias.

16 jueves

Ayer intenté aportar mi solidaridad a la letanía, algo fatigosa ya, de Aznar acerca de que cualquier tiempo pasado fue mejor y aforismos similares. Fui al cine aprovechando el «día del espectador» y pagué tres euros por ver una película que en un universo ideal sólo sería programable en un penal guatemalteco. Recordé que hace cuarenta años la entrada de «El puente sobre el río Kwai» me costó veinticinco pesetas (quince céntimos de euro) y lamenté melancólicamente que ya no se hicieran películas ni monedas de curso legal como antes. Tampoco nadie juega al fútbol como Cruyff, ni se aprende aritmética en el bachillerato, ni los protagonistas de las películas eran robots expertos en artes marciales sino auténticos samuráis. La necesidad aguza el ingenio, concluí mientras esquivaba un rayo láser procedente de la pantalla. «Necesidad» era la palabra clave, admití con incomodidad: Cruyff no necesitaba correr diez kilómetros por partido porque el rival tampoco lo hacía, los extras del puente japonés eran forzosamente seres humanos y no réplicas digitales, y los niños no saben aritmética porque de los números se encarga un cachivache que además habla idiomas. Tristemente para Aznar y un servidor, cualquier tiempo pasado no es el mismo.

17 viernes

El Congreso ha prohibido la amputación de la cola de los perros. También ha rechazado el decreto del Gobierno sobre los estibadores. Para lo primero ha citado a Kant; para lo segundo, sólo era posible recurrir al Lazarillo. Los estibadores son otro gremio privilegiado en un país de camarotes estancos donde se practica la endogamia más entrañable: los empleados de banca son hijos de empleados de banca, los funcionarios son hijos de funcionarios y los profesores de ciencias políticas son diputados de Podemos. La UE ordenó al Gobierno la clausura del cortijo y los estibadores han reaccionado como cualquier mortal en trance de perder el maná. No

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