No deja de impresionar el vuelco que ha dado en España la distribución territorial del poder. El Estado autonómico se inició con el mismo acto constituyente, afectando a la identidad y concepción de lo que es España. Con el paso del tiempo es evidente que ha sido un acierto que viene avalado por multitud de beneficios, destacando, a mi juicio, dos, a saber: la libertad y la participación. No cabe duda de que el Estado autonómico ha propiciado un alto grado de participación política, sensible con la necesidad de la proximidad de la cosa pública al ciudadano. Y también ha generado mayores cotas de libertad porque ha supuesto un aval político para una realidad plural española.

Sin embargo, a pesar de este acierto constitucional, se han producido no pocos problemas y disfunciones a las que queremos dedicar esta opinión y, en particular, en la Comunidad Valenciana. El más importante probablemente sea la utilización de la distribución del poder para resaltar y acentuar las diferencias territoriales, sociales y económicas, precisamente actuando en contra de la idea generadora del Estado autonómico español que no era otro que unir a personas y territorios vinculados por una historia común y por un alto grado de solidaridad, con lenguas, culturas y tradiciones distintas. El Estado autonómico se concibió como la gran fórmula política que permitía armonizar esas realidades complejas, ofreciendo mecanismos de integración política mediante el reparto vertical del poder que requería la puesta en práctica y la aceptación de una sólida cultura política democrática.

La otra disfunción se ha producido cuando el nuevo territorio autonómico ha olvidado reproducir esa vocación integradora, reproduciendo los esquemas de un decrépito estado unitario y centralista, olvidando que si el Estado autonómico nació de la búsqueda de una solución institucional para un problema complejo de integración con todo el arraigo y peso de la historia común de los españoles, era natural que se exigiera la misma capacidad integradora, de distribución del poder y de acomodación de las instituciones a las realidades propias del nuevo territorio autonómico en orden a su actual realidad social, histórica y económica, lejos de ensoñaciones y fábulas de recreación del pasado.

En el caso de la Comunidad Valenciana, la transferencia del poder real y político del Estado se depositó inicialmente para ser administrada por los partidos políticos representativos de ámbito nacional y, posteriormente, de los que nacían de las elecciones libres de naturaleza autonómica. Estábamos plenamente convencidos de que el propio equilibrio de poder en el seno de los partidos, traducido en el peso que cada territorio tenía en las estructuras de dirección de los partidos políticos, sería suficiente para que el ejercicio real del poder y su traducción en políticas públicas se difundiera armónicamente en un territorio heterogéneo y que de punta a punta tenía una distancia superior a 300 km. Es verdad, que carecíamos de tradición para evaluar los procesos de dominación de los partidos políticos respecto de las instituciones públicas de toda clase y también hemos de confesar que esta dominación nos ha desbordado por su intensidad hasta poner en peligro el tradicional equilibrio de poderes.

Hasta tal punto ha sido un error confiar en que el equilibrio territorial de aquellos partidos políticos se reflejaría en una distribución real del poder por unidades territoriales homogéneas, que son auténticas realidades sociales, históricas y económicas, que en pocos años existían partidos con estructura comarcal que a la vez ejercitaban la concentración más centralista del poder político y real, sin atender a esas estructuras comarcales más allá de hacerles llegar un puesto de representación de tan escasa capacidad que más bien representaba el principio de «divide e impera». Estos partidos conviven con otros partidos de corte territorial-provincial, que dicen tener estructuras propias de la naturaleza provincial pero, en la realidad actúan sin ninguna unidad y se comportan como facciones en permanente conflicto interno, de tal manera que el territorio que sale vencedor se convierte en el dominador absoluto para luego ejercer el poder de la forma más centralista posible desde la visión del territorio ganador. Es decir, se encasille a 1 partido en el ámbito de los de estructura comarcal como de estructura provincial, acabaremos siendo dominados por políticas públicas guiadas desde la dirección más centralista y menos representativa que podamos imaginar, incapaz de distribuir el poder real y con cierta tendencia al clientelismo territorial propio.

Esta realidad deviene en un creciente desapego de las comunidades territoriales que conforman la realidad sociopolítica de esta comunidad y de cada uno de sus ciudadanos, excepción hecha de aquellos que durante un breve periodo de tiempo tienen la fortuna de pertenecer al mismo «terruño» que los vencedores políticos de las batallas políticas internas de los partidos políticos en la Comunidad Valenciana.

Y, de ser cierto este análisis, nos enfrentaríamos a la necesidad de proceder a reflexionar y consensuar un nuevo reparto político del poder dentro de la Comunidad Valenciana que se tradujera en la reforma institucional del estatuto de autonomía actual, haciendo posible el reparto vertical del poder sin depender de la mera casualidad de una batalla incruenta dentro de las direcciones de los partidos políticos representativos.

En la sociedad de esta Comunidad se percibe un amplio consenso a favor de que el reparto real y político del poder se lleve a cabo entre los tres territorios provinciales para institucionalizar una Administración autonómica, integrante de la Administración del Estado, al margen de la propia Administración local e implicando una reconversión de buena parte de las estructuras de las diputaciones en elementos propios de la Administración autonómica y estatal. Estamos abogando por el modelo autonómico vasco del que nadie duda de su fervor autonómico, sino más, y sin que tenga que ver con un provincianismo ramplón y excluyente.

No existe ningún inconveniente a en que se lleve a cabo el proceso que predicamos, en la medida en que una de las notas constitucionales del Estado autonómico español es el dinamismo institucional, que permite dar paso a una nueva configuración de nuestra nacionalidad autonómica, pluralista, social y cooperativa que sea un punto de encuentro para una reorganización territorial de la Comunidad Valenciana, desde el consenso y la lealtad al compromiso democrático español.

Benito Pérez Galdós, fue uno de sus españoles ilustres que, a pesar de no ser su vocación, se vio obligado a entrar en política para contribuir a la estabilidad de España. Al final de sus días, manifestaba que el absentismo político es la muerte de los pueblos. Cuando la experiencia nos muestra que las cosas no funcionan, no existe razón para qué no abordemos este problema de desapego, como lo denominaba hace unos días Juan Ramón Gil, puesto que la alternativa es vivir permanentemente condenados a políticas educativas, territoriales, sociales, sanitarias y públicas en general, que no compartimos estructuralmente y que no reflejan las diferencias conforme a la diversidad de los territorios que integran esta comunidad. No es difícil imaginar que, por el contrario, si los territorios provinciales actúan en la dirección consensuada estaremos multiplicando la capacidad de acción y de igualdad integradora de esta Comunidad, con el fin de garantizar a sus ciudadanos una homogeneidad básica en sus condiciones de vida (derechos, prestaciones y deberes) para que sean justas y equitativas sin que tengan que interferir en ellas las diferencias culturales o socioeconómicas de esta amplia comunidad autónoma. De lo contrario, viviremos en permanente rozamiento interno, traducido en recursos, contenciosos y querellas para impedir que ninguna política pública que no nos convenza o nos avasalle se implante o tenga estabilidad. Es imposible concebir un poder político y real estable dentro de la Comunidad que se base en el predominio de unos territorios sobre otros, en la falta de reconocimiento de sus singularidades, en la obsesión por la imposición de uniformidades culturales que no existen actualmente o, mucho menos, en la esperanza de una autorregulación del ejercicio real del poder político por parte de los partidos representativos.

Ha llegado el momento de que reflexionemos, después de 35 años del gobierno autonómico, si no estamos muy necesitados de reflexionar sobre la distribución real del poder político dentro de la propia Comunidad Valenciana, conforme hacen los seres humanos adultos para el fortalecimiento de sus relaciones sociopolíticas, observando si, una vez más, no debemos elevar a la categoría política de normal lo que en la calle ya es normal, por difícil que parezca.