No soy amigo de los premios literarios. Creo poco en ellos porque por todos los lados llegan noticias -se dice, se comenta, he oído?- de que, en muchas ocasiones, son encargos y están dados de antemano. Hay obras excelsas que jamás recibieron premio alguno y auténticos bodrios premiados y vendidos hasta hacer ricos a autores, editores e intermediarios. En fin, es la vida misma. Un ejemplo: el autor de La conjura de los necios se suicidó sin ver publicada su obra, un Don Quijote del siglo veinte. Un amigo de Kafka tuvo que publicar lo más importante de su obra tras la muerte del autor y la señora de la sombras de Grey se ha hecho multimillonaria con un «ñordo» como la copa de veinte pinos juntos.

Estas consideraciones aparte, en medio de la realidad aburrida, con repeticiones de juicios por corrupción, autobuses color naranja predicando gilipolleces, condenas que se cumplirán cuando no las recordemos, medidas cautelares que siempre caen sobre los mismos desgraciados y nunca sobre los capos de las grandes organizaciones desfalcadoras? En medio de eso cae en mis manos el finalista del premio Planeta, El asesinato de Sócrates.

Marcos Chicot arma una gran novela. Grande en tamaño, en personajes, en descripciones históricas, en retratos calcados de la realidad que podrían suceder hoy y en argumentos intelectuales y políticos.

Con la guerra del Peloponeso como argumento central y con una visita al oráculo de Delfos

-no es algo antiguo, la gente sigue acudiendo a echadores de cartas, adivinos y estafadores de toda condición para que le digan lo que quiere oír-, comienza, el autor, a contar la vida de Sócrates, padre de la filosofía y personaje central de la novela.

El autor, en un grandísimo esfuerzo de documentación, pretendiendo enseñar a la vez que entretener, describe la vida en Grecia durante el siglo V antes de Cristo, con la precisión de quien hubiese vivido allí.

El oráculo afirma que Sócrates morirá violentamente a manos del hombre de la mirada más clara. Esa profecía flota fatalmente a lo largo de toda la novela.

La historia se repite y, como decían los griegos, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Quién lleva las de ganar en un conflicto? Sin ninguna duda, el más rico. Pregúntenle, si no, a Trump y sus aumentos millonarios de inversiones en armamento. ¿Queremos maniobras de distracción? Busquemos un enemigo externo y declarémosle la guerra. ¿Existían ya los integristas religiosos en el siglo de Pericles? Preguntemos al filósofo Anaxágoras, amigo de Sócrates: Cleón ?un payaso intrigante- inició un proceso contra él por afirmar que el sol no era de naturaleza divina sino una masa ardiente. Se libró por los pelos, echando mano de un amigo pudiente y no porque la justicia fuese justa.

¿Y las mujeres? Seres absolutamente secundarios en la época que dejaban de estar bajo la tutela del padre para pasar a la del marido. Ni libertad para casarse tenían ?menos para divorciarse-. La que era guapa, con capacidad para gustar, tenía grandes posibilidades de acabar en un matrimonio forzado con algún ricachón anciano para vivir en una jaula de oro con vigilancia permanente de la carabina por aquello de «sujetar las pasiones naturales». Desde antiguo, los viejos con pasta que les sale por la orejas han tenido la posibilidad de llevarse a la más bonita de la fiesta, que esos trofeos están vetados a los ancianos con pensión no contributiva.

¿Gente que vive del cuento? Tampoco esto es nuevo. Frente al amor por la sabiduría de Sócrates que enseñaba su «mayeútica» sin cobrar, estaban los sofistas, maestros de políticos, embaucadores profesionales que enseñaban argumentos vacíos forrándose con sus enseñanzas. Los coach profesionales de aquel siglo de oro griego podían defender sin ruborizarse una cosa y su contraria con idéntica vehemencia. Algo así como Hernando y la pléyade socialista que pasó del «no es no» al: «estamos contigo sobre todas las cosas mientras nos conserves el sillón». Sócrates enseñaba gratis a dudar. He ahí el inicio de toda sabiduría, la duda. Los tontos están llenos de certezas. Más cuanto más tontos son.

También de chaqueteros habla esta magnífica novela histórica y presenta al gran chaquetero histórico Alcibiades, un general atractivo, embaucador, mentiroso, que tan pronto defendía a los atenienses como a los espartanos o a los persas. Dispuesto a dirigir cualquier guerra con el único móvil de su propia supervivencia y enriquecimiento. Enemigo acérrimo hoy e íntimo amigo al día siguiente. Ahí lo tenemos: Alcibiades, el prototipo de tránsfuga. No crean que el transfuguismo se ha inventado en la Diputación o en el Ayuntamiento de Alicante.

Ahora que los planes de educación descerebrados se han cargado los saberes clásicos, con esta novela tenemos ocasión de pasear por el Partenón de la mano de Fidias, por el monte Taigeto en el que los espartanos sacrificaban a los niños inútiles para la guerra o por el ágora ateniense con Eurípides. La muerte violenta de Sócrates a manos del hombre de la mirada más clara no se revela hasta las últimas líneas. No seré yo quien reviente el libro. El viernes en las cenas literarias de Maestral.