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Camilo José Cela Conde

Renacimiento

El regreso de Nokia y la vuelta a la vida de los teléfonos que sirven para llamar y nada más

En el mundo de internet y la globalización el éxito y el fracaso empresarial tienen a menudo fronteras difusas que se levantan en un santiamén. Nokia era la mayor compañía vendedora de móviles hasta que apareció el iPhone y dio paso a la era de los teléfonos inteligentes. Ahora Nokia, de manera inesperada, contraataca con la vuelta al mercado del modelo 3310, un teléfono que carece de acceso a internet y, por tanto, no puede recibir correo electrónico ni conectarse a las redes sociales. Ha sido bautizado, quizá a título de venganza, como dumbphone, teléfono tonto. Triunfó en la feria de Barcelona y se vende como rosquillas recién hechas.

El renacimiento de Nokia tiene a ciencia cierta que ver con el detalle de que su antiguo / nuevo móvil tenga un precio que ni siquiera llega al 10% de lo que cuesta un IPhone o un Samsung. Pero me gusta creer que es también una reacción contra ese secuestro que sufrimos por parte de nuestros teléfonos. Llevar uno encima supuso al principio la comodidad de no tener que buscar una cabina para hacer las llamadas, unida, eso sí, al inconveniente de que nos convertimos en localizables a cualquier hora del día o de la noche para cualquiera que tuviese nuestro número. Lo peor vino luego, con la supuesta inteligencia que nos convirtió en esclavos del móvil a fuerza de consultar cada dos minutos el correo electrónico y vernos inundados de mensajes que llegan por el WhatsApp.

El renacimiento del Nokia permite elegir: conexión permanente o tranquilidad. Voluntad de comunicarse frente a esclavitud cierta. La mejor consecuencia, no obstante, de esa vuelta a la vida de los teléfonos que sirven para llamar y nada más es la de devolver al lenguaje y la propia vida a sus formas tradicionales. Llamar inteligente a una máquina que se limita a conectarse a la red de redes y, bajo su amparo, inundarnos de gadgets que sirven tanto para buscar una calle como para pedir un taxi con resultados un tanto dudosos en ambos casos, es una exageración. Devolver al teléfono su bobería como tarjeta de visita nos permite reinvindicar que los inteligentes somos nosotros. Aunque esa hipótesis se tambalea. Al fin y al cabo todos y cada uno de los asaltos que recibimos de continuo a través del móvil son la consecuencia directa de que nos hemos olvidado tanto de pensar como de decidir por nosotros mismos. No echemos las culpas a Steve Jobs ni siquiera aprovechando que ya se ha muerto.

Caer en la adicción de los mensajes electrónicos, de los juegos que revientan dulces o de las redes sociales son patologías que cuentan entre las dignas de recibir atenciones médicas. Pero en el fondo todo es cuestión de acordarnos de qué quiere decir ser inteligente o resultar un cretino: algo que escapa del alcance de los teléfonos, incluso móviles, para caer por completo en el debe y el haber de nuestras propias competencias.

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