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El pintor Ramón Pichot y su última modelo

Mi historia con el pintor impresionista Ramón Pichot transcurrió cuando yo tenía veintidós años, él tenía ochenta. Estaba acabando mi carrera, y buscaba una forma de ganar algo de dinero para poder mantener el alquiler del apartamento al que me había mudado en la calle Torrijos del barrio de Gràcia.

Conocí a la hija de Pichot en una clase de danza contemporánea. Ella era más mayor y me observaba a través del espejo. Un día, mientras nos cambiábamos en el vestuario, me preguntó si me interesaba trabajar para su padre, un pintor muy conocido de la escena catalana y que necesitaba una modelo. Es una buena persona y te pagará, dijo. Acepté el reto.

Recuerdo que tuve que subir una cuesta que me dejó sin aliento y que la casa, una antigua mansión modernista, me pareció digna de una película de Hitchcock. Ramón me recibió en una estancia de techo alto llena de botes de pintura y lienzos. Era un hombre elegante, de semblante serio, con las manos grandes y llenas de pintura, y mirada de cirujano. Me fascinó.

Estaba un poco nerviosa porque la idea de posar me daba un poco de miedo. No estaba dispuesta a hacer cualquier cosa como desnudarme y pasarme horas en cueros frente a la mirada de un extraño. En la radio sonaban los cuarenta principales y pensé que el volumen estaba demasiado fuerte.

Ramón aclaró que no tenía que desnudarme y que me pagaría veinte mil pesetas semanales si posaba cada día durante un mínimo de cinco horas. El alquiler me salía por cuarenta mil al mes así que pensé que, después de todo, aquella aventura podría cubrirlo de sobras.

Me llevó a los pies de un baúl que contenía piezas de ropa. Elegí una falda gris y una camisa de color rosa palo sin mangas. Luego me invitó a echarme en un sofá azul estratégicamente colocado delante de una mesa con un juego de té. Debía moverme hasta encontrar una pose relajada y hermosa. En mi intento por no ser la típica modelo de pintor, y dado que me sentía un poco bailarina, me puse a hacer poses un poco más arriesgadas, y me coloqué cabeza abajo. Ramón se rió. No hace falta que hagas cosas raras, me dijo. Restregó el pincel sobre su paleta, y empezó a remover el óleo. Entonces, fijó su impenetrable mirada en aquel cuadro del que yo era una pieza clave y susurró, así, quieta, ahora no te muevas. Llevé mi respiración a todo el cuerpo para encontrar el equilibrio en aquella incómoda postura que me había atrapado una pierna. Al rato dejé de sentirla pero aún así no me moví ni un milímetro. No quería fallarle el primer día. Ramón pintó durante varias horas y yo terminé quedándome dormida.

Posar para Ramón se convirtió en la parte más bonita y enriquecedora de mi vida. Me encantaba el resultado de nuestro trabajo y nos abrimos completamente el uno al otro. Me hablaba de su mujer, Anie, una mujer de belleza serena a la que adoraba por encima de todo. De sus palabras deduje que seguían enamorados y que amar hasta el final a la misma persona era posible, incluso a los ochenta. Me contó cosas sobre Dalí para quien había trabajado pintando los fondos de algunos de sus cuadros. Me habló de París, de la bohemia, y del periodo en el que vivió en América. Y pronto empezó a preguntarme por mi vida.

Yo salía con un joven actor que me volvía loca. Kike vivía al límite y me decía cosas raras con un alto contenido filosófico como: «la casa es la tumba». A mí, que estaba feliz en mi apartamento con olor a incienso y con mis dos gatitas, Lula y Rita, aquella frase me ocasionaba un fuerte conflicto interior. Kike me resultaba tan indescifrable como inalcanzable.

Ramón me aconsejó que le dejara, pero yo no le hice caso.

Un viernes, cuando ya íbamos por el tercer cuadro, un retrato de colores anaranjados en el que lucía un vestido de rayas verticales amarillas y verdes, Ramón dijo que no se encontraba bien. Fue entonces cuando me contó que tenía cáncer de estómago y que le daba vergüenza que los demás escucharan los ruidos de su barriga. Sonrió y añadió que conmigo, en cambio, se sentía muy cómodo. Por eso pone los cuarenta a todo volumen, pensé, para silenciar su estómago. Aquel día acabamos antes de tiempo.

Durante el fin de semana, Kike me dejó. Yo estaba en plenos exámenes de fin de carrera. Recuerdo que mientras estudiaba las lágrimas me encharcaban los apuntes. El lunes subí a casa de Ramón con el corazón roto, dispuesta a contarle lo sucedido y a encontrar algo de refugio en sus sabios consejos.

Anie, su mujer, me recibió con cariño. Tenía la cara desencajada. «Ramón ha muerto -dijo- pero antes de morir ha insistido en que te diera esto». Alargó su mano y me entregó un sobre blanco que contenía el dinero del mes, y en el que estaba escrita la palabra «angelet». Antes de darse la vuelta y dejarse envolver por los brazos de su hija, me dio las gracias. «Gracias, ¿por qué?», pregunté confundida. «Gracias a ti ha podido hacer lo que más le gusta, ha podido pintar hasta el final. Él decía que tú eras su 'angelet'». La abracé, y salí corriendo de aquella casa con el corazón en un puño y con la certeza de haber vivido algo tan triste como hermoso, algo que algún día, tal vez, sería capaz de compartir con los demás.

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