Observé como mero espectador la frágil salud de Pablo. Como no estoy, ni se me espera en redes sociales, no pude ver su maravillosa y cruel lucha contra el bicho que se le estaba comiendo. Seguí por los medios tradicionales, que son los que me alimentan, su lucha contra la muerte desde una vida plena. Me pareció tan extraordinariamente bueno su ejemplo, su trabajo por los donantes, que España empezó a creer en sí misma. Él fue su embajador.

Nos levantamos cada mañana con un nuevo escándalo de corrupción y de desidia que apaga nuestra alma de país. Pero España es algo más que todas esas noticias putrefactas y malolientes. Por algo somos el país que más trasplantes ofrece a su gente. Nuestra generosidad y colaboración es superior a la de todos esos países con los que nos comparamos. Y claro que debemos estar orgullosos de todas aquellas cosas en las que somos los mejores.

Pablo encadenó una cadena de amor que hizo posible un incremento de donaciones de médula. Lo hizo desde la cercanía de su muerte, pero no para él. Lo realizó desde el amor que sentía por la vida, y por sus semejantes. Esta terrible historia de amor, que siempre supone el trágico desenlace, sacudió nuestra cabeza como una montaña rusa. Nos hizo más débiles, y más fuertes. Su «Siempre Fuerte» fue un grito de guerra que recorrió un país acostumbrado a arrodillarse y no levantarse.

Él exhibió su fragilidad desde una fortaleza moral que es incuestionable y difícilmente repetible. Pero la vida continúa y su ejemplo es, será, repetido. Porque lo que uno construye en vida se replica en la propia simiente que deja sembrada. Su delgado brazo en alto en rebeldía contra la cabrona enfermedad lo constituyó en un icono de madurez colectiva. No era Pablo, se trataba de nosotros. De cada uno de los nuestros que sucumben ante una enfermedad.

Su vida ha sido el ejemplo que cualquier sociedad debiera enmarcar. Con letras de oro. Porque los ejemplos personales, e individuales, son los que nos hacen más personas a los que no tenemos la capacidad monstruosa de manejar nuestra vida de la manera con la que lo hizo Pablo. Porque la muerte es parte de la vida, vivir la vida con esa pasmosa generosidad y alegría, sólo está al alcance de algunos elegidos. Como él.

Hay un aspecto de la vida de Pablo que me gustaría traer como colofón a esta lucha de vida. Su religiosidad. Su fe. No se trata de hacer apología de un hecho extraordinario, como ha sido su lucha en vida, con sus creencias. No quiero utilizar ese kit barato de propaganda. Solo quiero estar orgulloso de alguien, que para los que somos creyentes, supuso un ejemplo cristiano. Porque el verdadero ejemplo del cristiano es el que Pablo dio. Y como algunos de misa diaria son incapaces de reflejar en su rostro la misericordia del Dios al que rezan, yo me quedo con el Pablo amante de sus semejantes.

Te reconforta pensar que no todo está perdido en una sociedad inmediata y superficial. Cuando un chaval de 20 años golpea nuestras cabecitas locas, nos volvemos más humanos. Paramos el reloj del día, nuestras reuniones absurdas, nuestros compromisos sociales, para saber que la vida es más importante que no vivirla. Pero que la vida plena solo se vive cuando se acepta la muerte sin estridencias. Con el amor a los tuyos, o a tu nueva vida si tienes sentido de la trascendencia.

No hace falta creer en Dios para ver que Pablo era uno de los nuestros. Su corta vida no nos puede hacer caer en la desesperación. El no nos lo permitiría. Luchó creyendo en las personas. Y su ejemplo sirve para todos. Si alguien creyó que esta sociedad está llena solo de egoísmos, no vio el ejemplo de Pablo. Sus últimas palabras no pudieron ser más optimistas: «Tenéis que estar contentos». Lamentablemente no lo estamos. Porque no tenemos, todavía, la fuerza sobrenatural que Pablo Ráez desplegaba. Su silencio nos ha hecho daño. Su vida nos servirá de faro. Una sociedad sana es la que pone al frente a aquellos que dejan huella. Pablo, que la fuerza te acompañe.