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Juan R. Gil

El desapego

La Comunidad Valenciana vive un proceso de recentralización a pesar de ser una de las autonomías más centralistas que existen

El Tribunal Superior de Justicia ha anulado los primeros decretos que el Consell promulgó, al comienzo de esta legislatura, expropiando competencias de las diputaciones. El fallo, recurrible pero de indudable calado político, se conoció este viernes, justo el mismo día en que los empresarios de Valencia se constituían en patronal autonómica sin presencia de los de Alicante.

Sé que el president de la Generalitat no está en estos momentos para reflexiones, sino para congresos: es mucho lo que el PSOE arriesga en la batalla entre Susana Díaz, Pedro Sánchez y Patxi López por la secretaría general y es mucho también lo que el propio Ximo Puig se juega en la cascada de congresos que vendrán a continuación, incluido el que tiene que refrendarlo a él. Pero, como escribía aquí mismo la pasada semana, el jefe del Consell debería encontrar hueco para meditar sobre por qué, siendo una de sus principales banderas desde que llegó al poder la de «coser» la Comunidad (y siempre he mantenido mi confianza en la sinceridad de su propósito), el desapego entre Alicante y Valencia es cada vez mayor. También le hacía el apunte en estas páginas hace siete días a la vicepresidenta Oltra, cada día más distinta y más distante. Así que lo de ahora es sólo abundar en el argumento. Pero tal vez le viniera bien a Oltra pararse un momento a pensar si, después de todo lo conseguido en 2015, Compromís no corre el riesgo cierto, apenas transcurridos dos años, de quedar reducido como movimiento político a los estrechos límites en los que penaron el Bloc, cuando era UPV, o aquella cosa que se llamó Unión Valenciana.

¿Qué encaje tiene Alicante en el andamiaje institucional de esta Comunidad? Ninguno. Salvo la Sindicatura de Agravios -¡qué pedazo de metáfora!-, perdida en un callejón sin realce y tan abandonada por la propia Generalitat que hubo tiempos en que hasta tuvo que inventarse las reclamaciones para justificar su existencia; salvo eso, digo, y un pequeño inmueble representativo del Consell que está vacío tres cuartas partes del año, no hay nada más que referencie la autonomía en Alicante. Quien vive en Alicante es tan valenciano como quien reside en Valencia, pero en Alicante hay que hacer profesión de fe en la Generalitat, porque estar sólo está de visita: todo el aparato del poder -y con él, su simbología, tan importante- está concentrado, gobierno, parlamento, Sindicatura de Cuentas, Tribunal Superior de Justicia... El gobierno autonómico gasta dinero en Alicante, desde luego: a veces mucho (sin su actuación habría sido imposible seguir siendo puerto de salida de la Volvo, por ejemplo, que cuesta una pasta), y en general algo menos de lo que debería (los alicantinos seguimos percibiendo menos recursos per cápita de los presupuestos del Consell del que nos correspondería). Pero no es una cuestión de gasto, sino de participación en la toma de decisiones. Echen un vistazo a la Administración autonómica, saquen la cuenta de cuánta gente procedente de esta provincia hay en los segundos y los terceros escalones de esa administración, comparen luego el porcentaje con cualquier parámetro que quieran (población, PIB...) y verán de qué manera tan sutil como efectiva funciona el mecanismo de la discriminación.

Cuando el bipartito llegó al poder, se preocupó de «mestizar» la Generalitat para que en la cúpula de cada departamento hubiera equilibrio entre PSOE y Compromís (un desastre) y se olvidaron de los equilibrios territoriales. Por eso, cuando la Generalitat habla, verbigracia, de coordinar las diputaciones, en Valencia se considera de sentido común y en Alicante saltan las alarmas. Porque, al final, la coordinación se reduce a seguir concentrando la toma de decisiones sin que los afectados por las mismas tengan una participación real y desde el primer momento en ellas. El no haber escuchado siquiera a las diputaciones antes de promulgar los decretos que traspasaban a la Generalitat el control de sus presupuestos en las áreas más importantes es, precisamente, el motivo por el que esos decretos han sido ahora anulados por el TSJ.

Pero no es sólo el tema de las diputaciones. Es la propia raíz de algunas de las políticas que se están practicando la que está fomentando ese desapego. Políticas de un gobierno autonómico que se dice de izquierdas, pero que no son de izquierdas. Por ejemplo, en Educación. Lo grave del decreto sobre plurilingüismo de la Conselleria es que, en la práctica, pervierte el principio de utilizar la educación pública como la herramienta más poderosa que existe para combatir las desigualdades. Al premiar a los colegios que impartan más asignaturas en valenciano por la vía de que con ello sus alumnos reciban más formación en inglés, sacándose de la chistera, para más inri, una acreditación oficial en ambas lenguas que sólo podrán obtener quienes se acojan al nivel más alto de valenciano, se discrimina a muchos escolares de dos maneras: a los de territorios históricamente castellano-parlantes, porque se les obliga a hacer un esfuerzo mayor que a los que tienen el valenciano como lengua vernácula; y a los de zonas más deprimidas social y económicamente y con mayor población escolar inmigrante, frente a los de las áreas con mayores recursos. No son los mismos alumnos, por ejemplo, los que están escolarizados en la Zona Norte de Alicante que los que ocupan las aulas del Cabo Huertas. Pero el decreto del conseller Marzà, lejos de corregir esta desigualdad de origen, castiga a los primeros y da más oportunidades a los segundos. El nacionalismo nunca ha sido de izquierdas, por más que la izquierda de este país lleve décadas confundiendo los términos. No creo que la mayoría de los electores que votaron al PSOE o a Compromís en 2015 lo hicieran para que predominaran las políticas del PSPV o el Bloc, y menos en áreas tan sensibles como es la de Educación.

Jalear patronales autonómicas autoerigidas en Valencia, anteponer los decretos a la negociación, desconocer la realidad, nunca mejor dicho, plurilingüística de esta Comunidad y las implicaciones políticas, sociales y económicas que ello conlleva, descuidar los equilibrios en el seno de la Administración para que no sea Valencia la que «venga» a Alicante, sino Alicante la que «esté» en Valencia de forma proporcional a su peso... Todo ello, sumado, lo que hace es recentralizar una de las comunidades de por sí más centralistas de España. Y es un error. Sé que una reflexión de este tipo suena a chino en Valencia, cuando no provoca directamente la risa, la sonrisa condescendiente o el hastío. Pero luego llegarán las elecciones y la circunscripción electoral seguirá siendo provincial. Por el camino que vamos, difícil será que a la izquierda le cuadren entonces de nuevo las cuentas.

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