El pesimismo constituye una de las condiciones necesarias de la inteligencia, al igual que el optimismo. Esta aparente contradicción se corresponde con una época, la nuestra, en la que conviven sin dificultad opiniones variopintas e, incluso, opuestas. Así, a nadie le extraña que un partido reivindique la democracia, al mismo tiempo que pretende derribar las instituciones y tomar el poder por asalto; o que se diga que la ley rige para todos por igual, aunque el voto plebiscitario pase por encima de cualquier ley. Se puede ser nacionalista y europeísta, demócrata y populista, conservador y antisistema, políticamente correcto y revolucionario, cosmopolita y excluyente, defender la libertad y criticar sus consecuencias, todo a la vez. Las opiniones mutan a velocidad de vértigo, quizá porque la actualidad tiene poco de permanente y lo que nos angustia también cambia muy rápido. Nadie habla ya de la quiebra griega, de la epidemia del ébola o de la crisis del Maidán, no porque hayan dejado de importar o de existir, sino porque las preocupaciones son ahora otras.

El prestigio del pesimismo agrada a los apocalípticos de salón, que viven desde hace siglos a la espera de una inminente catástrofe. La revista "The New Yorker" publicaba hace unas semanas un largo reportaje sobre la cohorte de millonarios de Silicon Valley que compran propiedades en Nueva Zelanda, con el fin de protegerse ante un acontecimiento inesperado. La burbuja neozelandesa se mide de acuerdo con la graduación estrambótica de la paranoia: la lejanía de la costa supone un valor añadido, si pensamos en los riesgos de un tsunami; la falta de vías de comunicación y el aislamiento facilitarían la protección ante una epidemia viral o de origen biológico. Prepararse para el fin del mundo puede resultar muy excitante, pero tiene poco que ver con los usos inteligentes del pesimismo, que no son sino el reconocimiento de la fragilidad de la condición humana. El pesimismo es la sabiduría clásica que atempera el entusiasmo ante la novedad. El pesimismo nos lleva a reconocer que, junto al progreso, hay peligros que corroen los pilares de la comunidad política y que no se puede deslindar nuestra propia debilidad individual de la colectiva. El pesimista sabe que la realidad social es más precaria de lo que parece. Y que, por tanto, conviene tratar con mimo los grandes adelantos de nuestra sociedad y no desdeñarlos frívolamente.

Entre 2007 y 2017, han vuelto muchos de los miedos que creíamos ya superados: la facilidad con que se rompen los consensos y la volatilidad del voto popular cuando es azuzado por la retórica machacona de los populistas, o el regreso de la demagogia como condición de lo que ahora denominamos "posverdad". Trump o el "Brexit" nos recuerdan que cualquier poder necesita ser moderado por las leyes y las instituciones si se quieren evitar las consecuencias del exceso. Y la obviedad de que la política no es sólo un asunto racional, sino que subyace también un componente de pasión tras los relatos morales que nos contamos a nosotros mismos.

Dar razón al pesimismo no significa quitársela al optimismo, sino ponderar el doble rostro de la vida. El progreso constituye una realidad indiscutible. Año tras año la pobreza disminuye a nivel global, se amplía la sociedad del consumo y crece la esperanza de vida, la alfabetización y el reconocimiento de las minorías. Pero el pesimismo nos invita a no dar por garantizado ninguno de estos logros, sino a considerar la prudencia como un valor democrático. La prudencia es hija del realismo; así pues, en la dignidad de un pueblo late siempre una contradicción: la confianza optimista en un futuro mejor y el freno cauteloso del realismo.