Puesto que vivimos en una sociedad básicamente neurótica, en distintos grados, no nos puede asombrar que se deriven de este hecho consecuencias políticas. Si la neurosis, como una larga serie de estudios nos indican, se manifiesta en la pérdida de esperanza en el presente y en el futuro, pero sobre todo, en un amor idealizado hacia el pasado, no podemos pasar por alto que es un ingrediente de primer orden para entender sus manifestaciones en los liderazgos a que da lugar.

Se desprecia a menudo, como factor explicativo, la psicología de masas y sus consecuencias. Hay razones, sin duda, para ello. Pero se me concederá que entrar en el fondo de la conciencia y la mente de los individuos, para manipularlas, es el objetivo más ambicioso de quienes diseñan las estrategias del poder en la actualidad. Si la percepción generalizada es que la gente no es feliz, que sufrimos de una falta de adecuación al medio, que experimentamos la pérdida de algo que no volverá, ya estamos en condiciones de entregarnos en cuerpo y alma a quienes nos diga que es capaz de arreglar las cosas.

No se entendería, si no, cómo vastos sectores sociales, que todavía pueden mirar hacia atrás y recordar tiempos mejores (y que darían cualquier cosa por revertir las manecillas del reloj), se entregan al demagogo que les promete recuperar el paraíso perdido junto al añorado estilo de vida. Esta es la esencia de eso que se llama populismo, una hidra de muchas cabezas.

Por fortuna, confiamos todavía en la capacidad para desentrañar las falacias que se esconden detrás de este tipo de liderazgos y de discursos. Una de las ventajas es que podemos analizar, más o menos objetivamente, no solo al personaje (puesto que el populismo es un discurso centrado en el personaje, no en conceptos abstractos) sino también la lógica a la que obedece su actuación.

El caso Trump, por ejemplo, un personaje al que se está estudiando desde la perspectiva sicológica, es igualmente transparente desde la perspectiva de la lógica política que encarna. Sin más rodeos: es una evidencia que lo que se propone Trump, como revelan los nombramientos en los distintos departamentos oficiales, es una revolución de los ricos (norteamericanos) contra el Estado, una especie de autogolpe para desembarazarse de regulaciones molestas, controles y limitaciones. Lo cual no es incompatible con cerrar fronteras, expulsar inmigrantes, reforzarse policial y militarmente, y acabar con las aún débiles reglas del orden internacional. La maldad que se esconde, pues, en esta lógica, es que va a utilizar la densa neurosis que afecta a la sociedad americana, que dice representar, para humillarla y reducirla a la condición de rehén de sus negocios. La cosa, creo yo, acabará mal, como ocurre con el médico chiflado que aumenta la dosis de la medicina que estuvo a punto de matar al paciente, a ver si funciona.

De todo, sin embargo, se puede extraer lecciones positivas. La desvergüenza, la arrogancia y el tremendismo egotista con que el Sr. Trump ejerce la presidencia, nos da pistas respecto a las debilidades de las instituciones y de los sistemas de gobierno que creíamos seguros. El populismo, que se está viniendo arriba en esta primera parte del tercer milenio y que tantos émulos produce, nos alerta también de la necesidad de pasar a la acción para defender y reforzar los postulados básicos de la democracia constitucional y de los principios que la estructuran.

Porque la principal contradicción a que nos enfrentamos no es entre populismos de izquierdas y de derechas, sino entre el aventurerismo populista de cualquier clase y los postulados de la democracia constitucional. Un síntoma revelador de esta contradicción se manifiesta en uno de los enclaves más importantes de la democracia pluralista, que es la libertad de prensa. Frente al desprecio que todos los populismos muestran ante la prensa libre, del cual Trump alardea cuando afirma que «la prensa es el enemigo -no de mí- sino del pueblo»), nos consuela, al menos, que un senador republicano como McCain, héroe de guerra, haya recordado lo obvio: que «lo primero que hacen las dictaduras es reprimir y callar a la prensa». «Y no estoy diciendo -señala el senador-, que el presidente Trump está intentando ser un dictador. Solo digo que necesitamos aprender las lecciones de la historia. Así es como empiezan todos los dictadores».