Cuando los amigos y amigas de Podemos tomaron por vez primera el Parlamento español con la altanería propia de los arrogantes, como si el Hemiciclo y el pueblo les debiera la vida, con sus inseparables y huecas mochilas al hombro como seña de identidad grupal, ataviados con el «kit» completo del progre multicultural propio de alguien que pasaba por allí contra su voluntad, ocurrió que, bien sea por descuido podemita (ellos y ellas están solo para las cuestiones importantes) o bien por una suerte de sibilino pacto entre PP, PSOE y Ciudadanos, fueron ubicados en el gallinero de la Cámara, en la mágica «Montaña robesperriana», con gran enfado e irritación de Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Tania Sánchez y otros y otras. La afrenta era de tal calibre que el «arcángel» Errejón (no confundir con Saint Just) llegó a utilizar expresiones como las de cacicada, fraude, vergonzante o pueril, y otras invectivas sinalagmáticas acompañado entonces por la asamblearia multiprogre Irene Montero. Y el «incorruptible» Pablo Iglesias (el otro, no confundir con Robespierre) decía: «cinco millones de votos al gallinero». Tal era la bribonada, el espanto, la ofensa, la afrenta que les suponía a los podemitas ocupar los escaños altos del Congreso, «c´est à dire: le poulailler».

Y aunque les cueste creerlo, quienes forman la elitista casta podemita son también hombres y mujeres de carne y hueso, pese a vendernos que se encuentran en permanente estado de levitación -o éxtasis ontológico- para mejor conocer los problemas del pueblo. Resulta que la semana pasada los narcisistas líderes de Podemos decidieron enfrentarse en cruenta batalla ideológica con el objeto de marcar territorio, afianzar el dominio y ejercer el control absoluto. Aunque el duelo fue entre hombres (Iglesias, «el otro», y Errejón, «L´enfant terrible»), también ellas entraron en liza, léase Tania Sánchez, excompañera sentimental de Pablo Iglesias, e Irene Montero, actual compañera sentimental del mismo Iglesias de antes. Y en la guerra siempre hay vencedores y vencidos, pese a que la estética progre intente ocultar sus bombas, la artillería, las navajas y los odios en las oscuras mochilas que cuelgan de sus dogmáticas espaldas. Ni paz, ni piedad, ni perdón, aunque Azaña lo recomendara. ¿Los efectos del día después? Los mismos que les relataba a ustedes dos al inicio del artículo: de vuelta al gallinero del Congreso, otra vez en la montaña mágica del destierro y la soledad (¿o era un sanatorio para tuberculosos, admirado Thomas Mann?). ¿Todos los podemitas han sido exiliados a los confines de la democracia burguesa? No, solo los que han perdido, los que han alzado su mano contra el líder, contra el intocable césar. «Vae victis», Errejón.

¿Son los gestos elementos suficientemente significativos, importantes y transcendentes hasta el punto de elevarlos a la categoría de principios? Sí, la Historia está llena de ellos y también de las consecuencias que acarrearon. En el caso que nos ocupa, los gestos de Pablo Iglesias, Irene Montero y otros miembros y miembras de Podemos que han salido victoriosos de la refriega no pueden ser más explícitos, más inequívocos, más monitorios. Si otrora aquel gallinero del Hemiciclo era para estos líderes podemitas un fraude, una cacicada, algo vergonzante, o significaba expulsar allí a cinco millones de votantes, esos mismos líderes -hoy victoriosos- no pueden hacernos creer que el gallinero no sea un premeditado, frío y mezquino castigo, un escarnio vil, una purga «estalinista» para quienes tuvieron la osadía de pensar diferente y perder el envite. Si la Historia, sobre todo la del comunismo, nos ha enseñado algo ha sido, entre otras atrocidades, la infame contemplación de los juicios públicos a los que fueron sometidos los disidentes, reales o imaginarios: millones de personas exhibidas al escarnio público con el único objeto de humillarlas y crear el escenario del terror. Como la Revolución Francesa. No hay -nunca la ha habido- grandeza en la victoria; pero llama más la atención esa máxima cuando viene de la mano de quienes se consideran diferentes, de los regeneradores, de los tolerantes, de los asamblearios. ¡Ay de los vencidos!

Uno de mis poetas predilectos, quizá el que más me conmueve, es Friedrich Hölderlin, el bardo loco alemán autor de «Hiperión» y los llamados «Poemas de la locura», de quien gusto disfrutar en tardes de cálido invierno escoltado por Rilke, Blake, Manzoni, Puskhin o Coleridge mientras escucho, junto al añorado Claudio Abbado y la Filarmónica de Berlín, la embriagadora «Schicksalslied», Canción del destino, de Brahms, basada en un poema de Hölderlin (con el mismo director y orquesta les recomiendo los «Hölderlin- Fragmente» de Wolfgang Rihm). Ahora que escenificamos el castigo, la purga, la violencia invisible del ostracismo, la cainita condición humana incluso para quienes se sitúan más allá del bien y del mal, recuerdo a mi amigo Hölderlin: «La muchedumbre prefiere lo que se cotiza, las almas serviles solo respetan lo violento». Vae victis.