Una de las virtudes que más encandila al personal es aquello de saber hablar y hablar como es debido, es decir, con fundamento además de decir lo más conveniente en cada momento y lugar. No se crean que esto de predicar es algo fácil. Hilar palabra tras palabra y que contengan sustancia gris es, como poco, un lujo en la sociedad de la comunicación y la información que nos está tocando vivir. Oímos o leemos a ciertos periodistas despistados de alto abolengo decir alguna que otra estupidez, cuando se supone que viven de eso. La transigencia social con ellos será por aquello de que no todos somos capaces de conseguir dominar el arte de la buena comunicación.

Si la virtud de la oratoria la pierde el sermoneador dominical y nos regala una de esas majaderías de libro, nos conformamos de inmediato porque consideramos que su poder de influencia le viene de la mano divina y si dudamos de sus palabras cometemos un pecado de falta de fe, y no estamos por la labor de dejarnos condenar por una nimiedad como esa.

Las estupideces más supinas que sí engullimos a gusto son las que provienen de los mentecatos de turno, que alcanzaron la fama no se sabe cómo y que nunca supieron qué significa la palabra oratoria o prudencia. Los podemos encontrar en medios de comunicación serios y menos serios, pero es indudable que crecen y se expanden como setas, por obra y gracia de las mayorías sociales que se quedan boquiabiertos con sus múltiples cabestradas.

Cuando la sandez proviene de un reputado político es harina de otro costal, pero seguimos permitiendo que suelte una sarta de memeces consintiendo, como auténticos tontos del haba, que nos tomen por analfabetos intelectuales. Será, posiblemente, porque tampoco hemos llegado a manejar con habilidad el trampeo dialéctico vacío de contenido, lo que sugiere que algo de memos tendremos por no conseguir alcanzar que nos pongan el micrófono en la boca para hablar, sin decir nada, durante unos cuantos minutos de gloria, suficientes para mantenernos en el sillón de mando durante incontables años.

Somos sufridores de las tropelías y falsas apariencias de vendedores de humo que nunca han contado con la eubolia entre sus aptitudes, pero que sí han sabido alcanzar sus metas sin el más mínimo escrúpulo ni pudor. Los que no tenemos que trampear para ganarnos la vida podríamos ser mucho más exigentes, pero será que nos falta fuelle intelectual, parsimonia en la oratoria o gallardía social para acabar con tanto soplapollas como tenemos en el ámbito nacional dirigiendo de alguna forma nuestros destinos.