Hoy se cumplen treinta y seis años desde aquel 23 de febrero de 1981, conocido como 23F, cuando habíamos empezado la votación para otorgar la confianza al candidato a presidente Leopoldo Calvo Sotelo, después de la inesperada dimisión de Adolfo Suárez, muñidor con el Rey de nuestra modélica transición, que había expuesto su programa de conformidad al artículo 99 de nuestra Constitución. Habíamos empezado la votación para otorgarle la confianza y, cuando, como en alguna ocasión ya conté «de improviso, se abre, violentamente, la puerta de entrada al hemiciclo que está a la izquierda de la Presidencia y justo al lado y debajo de la tribuna de prensa y entra un guardia civil, con su tricornio y una pistola en la mano, al que le siguen otros. El primer pensamiento fue que eran terroristas. Pero inmediatamente Antonio Gómez Angulo, diputado por Almería que se sentaba junto a nosotros, comentó en alta voz: «Es Tejero el del Galaxia». Esto nos tranquilizó un poco. Al menos no nos asesinarían. Había un murmullo en la Cámara que iba en aumento. Comenzaban a entrar por los pasillos de la parte alta del hemiciclo más guardias civiles armados».

«¡Quieto todo el mundo!», gritó el teniente coronel Tejero enarbolando una pistola mientras subía a la Tribuna donde estaba el presidente Landelino Lavilla. Abajo, junto a la mesa de los taquígrafos del Congreso, varios guardias civiles, frente a nosotros, mantenían sus subfusiles, prestos a disparar, con una mano cerca del gatillo y apoyado el cañón sobre el otro brazo. Observábamos, atónitos, lo que estaba ocurriendo como espectadores de primera fila.

Desde aquel momento en el hemiciclo no había ni PC ni PSOE, UCD o Alianza Popular, PNV, CIU o Euskadiko Ezkerra, por mor de las pistolas, sólo éramos y nos sentíamos unidos y representantes de la soberanía de un pueblo, de una nación unida por una Constitución que nos habíamos dado para vivir en paz y progreso. Era el momento previsto y esperado por una residual fuerza militar en activo, en la todavía joven transición, añorante de una dictadura obsoleta, aunque mantenida y alimentada por los frecuentes actos de terrorismo etarra de esos años contra el Ejército.

Al no acallarse los rumores, un guardia civil grita «¡que se callen coño!», mientras otro empuñando su metralleta para disparar mientras grita: «¡Todo el mundo al suelo!», y aprieta el gatillo y comienza a salir una ráfaga de balas. Las tribunas del hemiciclo estaban llenas de personalidades. Creíamos que podía haber heridos. Nos agachamos tras los asientos mientras comentábamos entre nosotros la situación y hacíamos cábalas de cómo saldríamos de allí. Al no oír ningún gemido o llanto fuimos recuperando nuestros asientos. La serenidad, firmeza y valor de todos los diputados era patente. Aunque autorizaron la salida de algunas diputadas, intentaron desmoralizarnos. La autoridad, militar por supuesto, que anunciaron vendría, se hacía esperar. Nos pasearon por el Congreso a Ricardo Pablo Zancada de la DAC Brunete y al capitán de navío Camilo Menéndez, consuegro de Blas Piñar, uniformados. De vez en cuando se oía, también, como soldados desfilando, marcando el paso, pisando con fuerza y enseguida un grito de: ¡Viva la Guardia Civil! Y varias voces al unísono: ¡Viva! La primera vez impresionó, pero ya después, éramos conscientes que el golpe había fracasado.

La palmaria intervención del Rey Juan Carlos I, su firme discurso, y el sentido común de la mayoría de los capitanes generales y la firmeza y seriedad de todos los diputados hicieron fracasar el golpe militar intentado. Las huellas de la ráfaga de balas se conservan en el techo, se aprecian a simple vista también hoy, como ejemplo de la fortaleza de un pueblo y como testigo y recuerdo de lo que no deberá ocurrir jamás. España no necesita «salvadores». Somos un pueblo culto, que ama a sus semejantes y que quiere vivir en paz y progreso, que rechazamos la violencia, venga de donde venga. Ese sentimiento ínsito en nuestros genes lo pudieron comprobar los asaltantes ya detenidos, en las desbordantes manifestaciones populares del día 27 de febrero de 1981. Fue la voz unánime de un pueblo dispuesto a defender la Constitución de la concordia y la libertad de todos.

Creo que es un día para meditar sobre esos viejos fantasmas que pululan con nuevos ropajes, en nuestras propias instituciones. Creo que es una efeméride para reiterar con nuestra Constitución que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Sin olvidar nunca que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles».

Recordemos que en aquellos momentos, amenazados por decenas de fusiles y metralletas, todos los diputados nos encontramos y nos sentimos unidos y españoles como nunca, ante la fuerza de las armas, sin miedo y con dignidad. Recuperemos aquel espíritu de lucha contra la intolerancia y la violencia mostrados en miles de manifestaciones de repulsa y tendamos la mano, también, a los que vienen en son de paz, de tierras lejanas, a nuestra España. Aleluya.