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El mejor, el más triste

En el Madrid-Nápoles del Bernabeu la cámara enfoca un momento al palco y allí está Maradona con su tradicional cara de perrito apaleado, los ojos casi llorosos y una expresión de sentirse traicionado por el mundo, abandonado por los dioses. Y uno piensa que no se trata sólo de este instante puntual en que su Napoli acababa de encajar el tercero, sino de que Maradona siempre ha mirado así: él, que lo ha tenido todo, que ha sido el mejor, que será recordado para toda la eternidad, fue siempre un chico triste y triste será la vejez que ya se le viene encima, sobrepasada de kilos y excesos. Su vida ha deambulado por una tragedia casi bufa: fiestas repletas de droga, cámaras de televisión que inmortalizaban jaranas, guardaespaldas protegiéndole de los puñetazos de tipos mucho más grandes que él, viajes al infierno de la noche, histriónicas iglesias fundadas en su nombre, abrazos con tiranos, denuncias por hijos ilegítimos, visitas a los juzgados, altercados con las mujeres que debería haber amado y poses de felicidad postiza.

Incluso como jugador, ya no sólo por su culpa sino también por una especie de destino tan malévolo como un niño con misiles, jamás fue feliz del todo: es verdad que le marcó a Inglaterra el gol más bello del mundo, pero vino seguido de otro anterior en el que golpeó el balón con la mano y engañó al árbitro más ingenuo de la historia y a medio planeta de paso, mientras el otro medio se reía; es cierto que ganó aquel Mundial de México, pero en todos los demás pasó con más drama que gloria: en el 82, donde de niño le vi arrodillarse a los pies de la tribuna tras marcarle un gol a Hungría en el Rico Pérez, no captó el protagonismo que perseguía siempre como si no hubiera mañana; en el 90, tuvo que escuchar cómo su amada Napoli le pitaba sin compasión mientras él murmuraba, entre los acordes del himno de su Argentina, qué hijos de puta. Y en el 94 fue expulsado de territorio yanqui por consumir estupefacientes vete tú a saber en qué antro perdido, quizás junto al fantasma de Allen Ginsberg en una América de tolerancia imposible. Es verdad que hizo grande al Nápoles conquistando un scudetto reservado durante siglos a los gigantes norteños de la Turín de la Fiat o de la Milán de Berlusconi, pero a la vez cosechó una interminable colección de fracasos en otras latitudes: en el volcánico Barça de los ochenta, donde las patadas de un matón llamado Goikoetxea ayudaron bastante; o en el Sevilla de los noventa, donde ya sólo era un dibujo borroso de sí mismo con la cuenta bancaria hinchada de dólares. De sus pies siempre salió poesía con el balón, y por eso le escribieron versos desde Sabina hasta Galeano, pero se retiró tarde y a destiempo, arrastrándose por los estadios de dos hemisferios mientras intentaba colar a través de mafias a sus hermanos en equipos de baja estopa.

¿Fue alguna vez feliz este Diego Armando forrado y jaleado siempre por advenedizos de dudosa calaña que conspiraban para robarle el pin de la tarjeta? Quizás sí, quizás una vez, cuando su mundo era joven y todo estaba aún por venir. Recuerdo una imagen -pero no quiero buscarla en Google, no sea que no exista- de un Maradona casi niño a principios de los terribles setenta argentinos, vestido con una camiseta deshilachada de Boca, la franja amarilla tacada de barro, un balón bien apretado en las manos, larga la melena ensortijada, rodeado de otros chavales tan pillos como él en un campo de tierra muy próximo al riachuelo de la parte más sucia de Buenos Aires. Sonreía. Juro que sonreía. El partido estaba a punto de comenzar. Y entonces aún no miraban los dioses. No miraba nadie.

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