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Endogamia, excelencia y esperpento

No se puede estar en misa y repicando. Y tampoco pedir una cosa y la contraria manteniendo un aura que a poco que se atienda, puede confundirse con embobamiento o amor propio desmedido. A pesar de este rasgo muy extendido, parece importante, sin embargo, no caer en la irrelevancia intelectual, aunque se aprecie poco en una sociedad más propensa al impacto en los sentidos. Conviene revisar los mensajes que se ofrecen, aunque sea solo por curiosidad. Algunas consignas repetidas hasta la extenuación son tan opuestas a otras que se pregonan con el mismo fervor, que analizarlas divierte y entretiene si uno no se toma muy en serio a los espontáneos de la palabra urgente.

Pongo varios ejemplos del mundo en el que nos movemos. Con humor, pero destacando la liviandad argumental de aquellos que ocultan su falta de convicción, bajo el ropaje de la tontería hecha verbo.

Uno es sumamente llamativo y hasta ahora, aunque lo he pedido, casi implorado, nadie me ha ofrecido una respuesta que colme mi bien conocida insana curiosidad. Resulta que todos los intelectuales que se reclaman a sí mismos como tales y se parapetan en el progresismo en superlativo grado, demandan a la Universidad que se aparte de la malévola endogamia y acuda a contratar profesores allende los mares y montañas, a atraerse a los más prestigiosos académicos que en el mundo han sido. No me parece mal lo que piden, aunque poco podamos competir con nuestros sueldos que seguimos complementando con sol, playa y paellas. Pero, ¡ay!, resulta que estos mismos reivindicadores de la movilidad internacional, instan a la Universidad al respeto a las mil lenguas vernáculas del territorio de la piel de toro, es decir, España y para ello han establecido que el conocimiento del valenciano, el bable o el castúo, vale más en los méritos académicos, que diez doctorados o que un premio Nobel. Y claro, resulta, para desgracia y sorpresa de estos genios que suspiran por lo foráneo y lo propio al alimón, que los profesores de Harvard, por ejemplo, no suelen tener conocimientos de valenciano, siendo así que si se presentan a la plaza ofertada junto con un señor de Monóvar, sin ofender y solo porque los sesudos pensantes saben localizar este lugar en su corto mapa, el lugareño se lleva la plaza por su conocimiento de la lengua propia, frente al intelectual galardonado con premios internacionales y diez doctorados por banda.

La respuesta que te dan ante tal estupidez contradictoria, es que una cosa es la endogamia perversa, la que recluta conforme a criterios odiosos, aquella que, como sucedió a título de ejemplo permitió a Negrín reclutar a Severo Ochoa y, otra bien distinta, la endogamia que se justifica en saberes populares o reivindicaciones castizas o seculares, según quien las contemple. Einstein nunca hubiera podido enseñar aquí. Y es que entre la física y el panocho, no hay color.

Otra cosa de este mundo universitario instalado en la excelencia proclamada por los profetas del progreso es la incierta esperanza de que se logre una investigación de calidad o que, al menos, no se copie o plagie. Hace poco se descubrió, dicen, porque yo no he visto resolución judicial que lo sentencie y suelo respetar esa bagatela de la presunción de inocencia, que el rector de la URJC, había plagiado algunas obras de autores contemporáneos. Y se indignaban los comentaristas de la actualidad de que nadie hubiera detectado este obrar pecaminoso. Evidentemente que nadie lo detectó de existir, pues el sistema moderno, una vez desterrados los perversos catedráticos o sustituidos por otros que aceptan la verdad revelada por la pedagogía más vanguardista, consiste en que lo que se publica lo valora un tribunal ignoto en su designación (a dedo para entendernos y sin que nadie sepa cómo y por qué), que solo lee la primera y la última página del libro o artículo, es decir, el nombre y el «amén», siendo irrelevante lo de en medio, el meollo, lo investigado. Nadie lee, ni los tribunales, ni el público, pues dichos tribunales exigen méritos medidos a peso: tres kilos de libros y cuatro de artículos, y cuya relevancia esencial, su excelencia, reside en que lo presuntamente escrito -que bien puede ser un corta y pega-, tenga un resumen en inglés y que se haya publicado en una editorial y revista de «impacto», siendo este concepto del impacto un arcano al alcance de muy pocos. Todo vale menos lo normal, leer lo escrito y valorarlo. Pero, eso de leer no es moderno, ni pedagógico. Leer un libro es una reminiscencia de la dictadura. Una antigualla.

Otra cosa importante es que te citen. Pero, nadie lee las citas, que, de nuevo, se valoran a peso. Da igual que te pongan como chupa de dómine, te llamen imbécil o analfabeto. Lo importante es que te nombren muchas veces, aunque sea para comunicarte que el destino de tu obra está más allá de la papelera.

Eso es lo que hay y nadie o casi nadie osa decirlo. Aunque casi todos pensamos lo mismo. ¿Por qué será?

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