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Javier Mondéjar.

Irse a «Madriz»

Desde tiempos inmemoriales, probablemente cercanos al hombre de las cavernas, nuestros políticos tienen la costumbre de darse periódicamente un garbeo por la villa y corte para hacer ver lo importantes que son porque les reciben en «Madriz» y son anfitriones-protagonistas de un sarao. En esencia van a dar visibilidad a sus personitas y, de modo colateral, las propuestas para el territorio al que representan. No es privativo de alicantinos, de hecho cualquier munícipe de la España profunda aspira a un acto en la capital, al que acudirá la flor y nata de la intelectualidad y, por supuesto, los directores de todos los medios de comunicación nacionales, ansiosos de dedicar páginas y páginas -o minutos de radio- a semejante hazaña sin más parangón que cruzar el Rubicón o poner una pica en Flandes. A la hora de la verdad hasta el último becario de la más mísera redacción madrileña se ríe de tal pretensión y los directores tienen convites mucho más sustanciosos.

¿Por qué, si se sabe que la repercusión nacional será nula y nadie excepto la prensa local recogerá el evento, se organizan estas historias? Pues muy sencillo, porque pagan ustedes la propaganda de ellos y así nos vale para darnos un paseíto y reunirnos con los gerifaltes del partido, del que sea. ¿Y cómo se llenan de gente estos actos? Pues, primero, no sólo no se llenan sino que hay que cazar a lazo a los presuntos espectadores, y segundo que el público mayoritario es gente de aquí, prensa de aquí, palmeros de aquí y unos cuantos que no han tenido más remedio que arropar al que sea por el qué dirán, más aburridos que una mona y con una sensación de pérdida de tiempo que para qué las quisiera el que sueña con las musarañas. Y alguno de acá que vive allá y siente morriña de los arroces y va a ver si le cae alguno.

No se piensen que hablo sólo del alcalde de Alicante porque dio la casualidad que esta semana se fue a los Madriles a hacer su ronda. Nada más lejos de mi intención: él es uno más de este disparate institucionalizado que tuvo a la feria de turismo, Fitur, como referente máximo donde absolutamente todos los alcaldes españoles y un enorme núcleo de concejales, diputados autonómicos y provinciales, asesores diversos, instituciones y chiringuitos se juntaban en Madrid con ellos mismos y con sus circunstancias, que en algunos casos tenían nombre de mujer o seudónimo adoptado en razón de su antiguo oficio.

El dislate era de tal proporción que había pueblos que quedaban desiertos por ese afán de vender sus bondades turísticas; he oído decir que aprovechándose de tal circunstancia las ruinas de un monasterio románico fueron desmontadas piedra a piedra y robadas durante los cuatro días de la feria ante la ausencia total de lugareños y están hoy en la finca de un actor americano en Florida. En esos días de vino y rosas, los probos funcionarios municipales se frotaban las manos porque ningún político les daba la lata, consiguiéndose así las más altas tasas de eficacia en algunas ciudades que vio el universo mundo. La lástima fue que cuando volvieron -satisfechos del deber cumplido y con algunos kilos de más- todo siguió igual.

Ya se sabe que «lo que se hace en Fitur se queda en Fitur», así que no esperen que les cuente sicalípticas historias, sólo mencionaré que en toda España aumentó el número de divorcios, si bien fueron compensados por nuevas relaciones nacidas al socaire de la Feria, lo que confirma ese dogma castellano-manchego-motero (de José Mota) de que «las gallinas que entran por las que salen».

Es cierto que algún desaprensivo podría pensar que actos de este tipo -dado el éxito- mejor los hacemos en nuestra tierra que es más barato y se molesta menos al personal. Claro, qué gracioso -me dirán- así no tiene gracia, a ver si sólo va a ser Rajoy -o Zapatero- el que organice saraos en Washington a los que asistan exactamente los mismos que lo harían en cualquier lugar de España. Porque esta costumbre de viajar está tan arraigada en las costumbres patrias que a más nivel, más lejanía. Si bien, ahora que pienso, esta tesis queda desautorizada por la multitud de alcaldes que se han hermanado con pueblos de la Patagonia a los que han acudido en tropel y rodeados de séquitos para conocer a unos consanguíneos tan distantes físicamente pero tan afines en sus corazones. Obviamente Bollullos de Arriba no se iba a hermanar con Bollullos de Abajo, sino con un pueblo de Chile de semejante nombre, idiosincrasia o simpatía, que tampoco hay que buscarle tres pies al gato y para viajar a cargo del Erario cualquier excusa es buena.

Sería de ley que algunos ayuntamientos grabasen en sus portalones esa canción inmortal de Gaby, Fofó y Miliki que, veladamente, hablaba del gusto de los políticos por aprovechar el dinero de Papá- Estado para sus cositas : «El viajar es un placer, que nos suele suceder. En el auto de papá, nos iremos a viajar». También de su falta de gratitud, que no dejan de reprochar que es un auto feo, pero que no les importa porque lleva torta. Acabáramos.

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