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José María Asencio

Manipular el pasado

La experiencia nos enseña que nunca aprendemos del pasado, que cometemos los mismos errores, que repetimos idénticos defectos. Pero, decir esto es decir poco o nada, porque repetir significa partir de un hecho, el que se repite, objetivamente admitido como tal y, en tanto pasado, imposible de alterar. Para volver a incurrir en los mismos errores es necesario aceptar el punto de partida e interpretarlo conforme a quien califica lo sucedido de error.

Y ahí está la cuestión, en la mutabilidad del pasado, en su fácil manipulación y en la frecuencia con la que los mismos hechos son valorados de una u otra forma con el fin de justificar un presente que depende en mucho del modo en que lo anterior se aprecie. Es difícil construir la realidad desde su contemplación objetiva, aportando soluciones despojadas de valoraciones interesadas. Proponer y proponerse necesita de elementos que constituyen el presupuesto sobre el que precisa asentarse lo que se propone.

De ahí que el pasado, ese que queremos y entendemos como inalterable, sea tan cambiante y manipulable como sea preciso para ofrecer un presente determinado. El pasado cambia y lo hace al compás de los intereses y objetivos buscados por quien no es capaz de ofrecer algo eficaz sin algún tipo de manipulación o sin una base que constituye el soporte ideológico sentimental de su alternativa.

Fácil es comprobar esa directa relación entre tendencias modernas e interpretaciones del pasado que se traducen en una modificación de aquel en la forma en que generalmente se entiende en una época. Y mucho de esto ha sucedido en los últimos años en España y siempre con origen en un fin muy concreto, íntimamente ligado a la necesidad de modificar la conciencia colectiva. Una conciencia que es vulnerable y frágil en tiempos en los que los medios sociales de comunicación invaden la vida, siendo el control del pensamiento mucho más fácil bajo la apariencia de una libertad que la experiencia demuestra cada vez más limitada.

Hasta hace pocos años, existía un consenso generalizado en España favorable a nuestro sistema democrático, una valoración altísima de la Transición, una aceptación casi unánime del Rey Juan Carlos I y de su labor, una conformidad poco puesta en duda de que la guerra civil y el franquismo pertenecían al pasado y que no era tiempo de ajustar cuentas ahora con lo que habían hecho nuestros abuelos. Fruto de aquellos principios fue un sistema que, con sus luces y sus sombras, ha funcionado y producido beneficios que negar sería mentir.

Hoy, todos esos hechos se han puesto en duda y se han visto alterados en su interpretación más estricta y simple. El pasado reciente y menos próximo ha sido modificado y se hace aparecer de forma diametralmente distinta a lo que, durante años, se aceptó, entendiendo que se trataba de realidades objetivas. Y nadie lo discutía, constituyendo esa forma de ver la historia el fundamento mismo de la vida democrática. Necesario para el sistema, para su aceptación general. La base del consenso.

La nueva política, apoyada en ciertas ligerezas de Zapatero que quiso considerarse heredero directo de Largo Caballero negando toda vinculación directa con la era González (puro ego), alteró los hechos históricos que formaban el esqueleto sustancial del presente, del sistema en su desarrollo. Necesitaban los que prometían un nuevo mundo unas bases distintas que hicieran creíble su discurso de indignación, tan vacío, como el presente desnudo está acreditando. Y así, atacaron la Transición considerando que fue un pacto vergonzoso que se tradujo en un franquismo revestido de falsa democracia. O negaron al Rey emérito todo valor en sus cuarenta años de reinado, ignorando las vicisitudes y dificultades de pasar del régimen autoritario de Franco a una democracia y el papel del Monarca. O dilapidaron, con la ayuda inestimable de algunos socialistas, la imagen histórica de Felipe González. Eso sí, curiosamente y de forma contradictoria, nadie osó maltratar la figura de Adolfo Suárez -habría sido mal entendido-, otro que pasó de villano a señor en pocos años cuando interesó a unos y otros, los que lo maltrataron, los suyos y los que lo derribaron con cierta urgencia por conquistar el poder y modos que aún hoy deberían ser estudiados.

El mundo político de hoy es fruto de un pasado que no nos ha enseñado que ciertos caminos son peligrosos. Como siempre, la historia queda en manos de quienes conocen su íntima fuerza como motor de cambio, su capacidad de penetración en la conciencia colectiva si es adecuadamente manipulada. Ignoran, eso sí, que hay hechos muy difíciles de alterar por mucho tiempo y que, en definitiva, siempre aparecen otros con las mismas habilidades para leer el pasado de forma distinta.

El problema de toda esta farsa es que se genera inseguridad, pérdida de referencias e inestabilidad. La ciudadanía necesita certeza en mínimos acuerdos cuya negación está en la raíz de los cambios más trascendentales los que, sin embargo, no siempre son los que intuyen quienes dan el primer paso en la lectura interesada de las cosas. A veces se va de las manos.

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