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Demasiado tarde para la Gala

Las películas españolas dividen a los espectadores entre quienes no quieren verlas y quienes quieren olvidarlas. No es de extrañar que Rajoy prefiera el fútbol al cine, y a la política. Las excepciones cinematográficas de este año son Que Dios nos perdone, Tarde para la ira y Cien años de perdón por este orden, con un áccesit para El hombre de las mil caras. El resto no aporta ni una línea a la historia universal del espectáculo. Incluida la lacrimógena Un monstruo viene a verme de Bayona, el Walt Disney español que fusiona lo peor de ambos mundos. Obtuvo el galardón a la mejor dirección cuando estaba condenado racionalmente a los premios técnicos, castigos que recuerdan que nunca debe darse por ganada la lucha contra la deshumanización del cine en la zarabanda de fotografías, direcciones artísticas o de producción, músicas y demás efectos especiales. Si el futuro es Hollywood, seguiremos viendo cine americano sin problemas de conciencia.

La clasificación anterior convierte en irreprochable el primer goya de la noche a Raúl Arévalo, como director novel de Tarde para la ira, así como el último para la película en su conjunto. El actor se ha leído todo el cine de Saura, y lo ha actualizado con provecho. No se ha complicado la vida retorciendo el guion original que también vio premiado ayer, alejándose del feliz jeroglífico de Contratiempo. Nada simplifica una narración con la claridad de una escopeta. En cambio, la primera decepción de relieve llega con el galardón al actor revelación. Debía señalar de antemano al argentino Rodrigo de la Serna por su atracador de Cien años de perdón, donde anula incluso al todopoderoso Luis Tosar. La muy infiel recreación de Luis Roldán a cargo de Carlos Santos no merecía ni la nominación, y el premio le queda tan holgado como el papel.

Por cierto, estamos hablando de los Premios Goya, lo escondo en el tercer párrafo para no arruinar este artículo en las búsquedas de los lectores y los google. La obertura de la ceremonia confirmó que estamos un poco hartos de Dani Rovira, un personaje absurdo fuera de su hábitat de Ocho apellidos vascos. Su «aquí estoy, por tercera vez», invitaba a retuitear «tres veces de más». Es un chico bueno que amenaza con ser malo, cuando le pregunta a un tenso Almodóvar con gafas «qué tal se ve la gala en 3D». Nadie bromea cuando se juega la gloria. El presentador aporta la versión simétrica del malvado de peluche que responde por Wyoming, con la desventaja de que no nos cansamos del segundo.

El cine es guion, interpretación y poco más. Emma Suárez logró un inesperado doblete, como secundaria en La próxima piel y de protagonista en Julieta. Se premiaba antes a un mito intuido pero nunca concretado que dos trabajos redondos. Nos enamora la mirada fatigada de Suárez en cualquier papel, pero la vencedora como actriz de reparto debió ser Candela Peña, que concede un mínimo de estructura interpretativa a las insípidas historias yuxtapuestas en Kiki. En cuanto a protagonistas femeninas, no había competencia porque la presencia de Penélope qué Cruz en el cuarteto demuestra que la Academia tiene sentido del humor. Sin salir de los secundarios que no segundas figuras, Manolo Solo ha encadenado su juez Ruz de la impagable B con su descenso al lumpen en Tarde para la ira. Merece la estatuilla secundaria, aunque solo ante la injusticia de no haber nominado a José Coronado por su impecable pilotaje de El hombre de las mil caras, lanzada a la deriva sin la presencia del galán y con guion premiado gracias a su coordinación en escena.

El funcionarial Rovira rebaja la gala a una sesión de El club de la comedia, teatro masticado para personas que odian al teatro. Sin embargo, cabe reconocerle un chiste a la altura de Deadpool. Durante el año pasado, el cine ha tenido en España «cien millones de espectadores, trescientos millones de ojos». Un hallazgo esporádico, entresacado de horas de soliloquio casposo, con un cómico que en 2016 habla del «tema de internet». Qué grandes eran Pajares y Esteso. En cuanto a la presidenta de la Academia, es irreprochable en su capacitación técnica de alta costurera, aunque farfulla peor castellano que Donald Trump. Esta bendición no le obliga a economizar en palabras, como sería lógico, sino que alarga insoportablemente sus intervenciones. Cabe agradecer la brevedad mayoritaria en la recogida de las estatuillas, el reconocimiento a mamá queda más sincero en la intimidad del salón comedor. Ante la ausencia de películas, los Goya son un desfile de modelos. Si los actores españoles apenas saben vestir de gala, difícilmente interpretarán papeles de cierto compromiso.

Los Goya son inseparable del victimismo autocomplaciente de sus protagonistas. Este año han aprendido hasta estadística, con un rosario de porcentajes sobre el PIB cinematográfico. Olvidan que nadie vería una película rodada al ritmo de carromato de la ceremonia, y que acaba de madrugada. Demasiado tarde para la gala. Además, la Academia tiende a equivocarse. El premio a la actriz revelación era indudable para la Magnani de Ruth Díaz en Tarde para la ira. Y dado que es fácil enamorarse de Belén Cuesta, se le podía conceder subsidiariamente por Kiki. La peor opción era Anna Castillo por El olivo, así que ganó. Para rematar a bocajarro a sus rivales, le atribuyó el galardón a Cuesta. Sin cedérselo, por supuesto. Los actores deberían aprender que este gesto no es homenaje, sino ensañamiento. Otro error empañó la mejor película europea, que era indudablemente El hijo de Saúl. Por tanto salió Elle, pornografía para las clases burguesas, la versión continental de 50 sombras de Grey pese a Isabelle Huppert.

En cambio, acierto pleno iberoamericano con la argentina El ciudadano ilustre, la prolongación de Relatos salvajes por otros medios. También era inevitable que Roberto Álamo ganara la estatua al mejor actor, por su policía desquiciado de Que Dios nos perdone. Su concurso transforma la primera hora de metraje en un frenesí que deja boquiabierto al espectador. El miembro de Animalario incurrió también en el error de homenajear a los perdedores. Solo Antonio de la Torre le aguantaba el duelo en Tarde para la ira, porque Eduard Fernández no es Paesa, en el primer papel fallido de su carrera al frente de El hombre de las mil caras.

No soy fan de Ana Belén. Comparto este desarreglo con buena parte de los periodistas que han tenido que padecer sus desplantes de diva, cuando la cantactriz disfrutaba de algo parecido a la fama. Su indigesta perorata demostró que se siente más crucial que importante, nada nuevo. A la hora de entregar este artículo, sigue probablemente hablando de sí y para sí misma. La elección en documentales del Frágil equilibrio del expresidente uruguayo Mujica sobre la Omega de Enrique Morente y Leonard Cohen fue una de las escasas apuestas ideológicas del cine español, políticamente correcto. En síntesis, se ofició el arrinconamiento o casi ajusticiamiento de santones como Almodóvar y Trueba, para facilitar la consolidación de Bayona, Rodríguez o Arévalo. Esperamos que no se contagien de la ceremonia de anoche. La conclusión obligada de toda gala con goyas es un liberador «nunca más», que en el hiperbólico periodismo equivale a un año.

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