Las medidas dictadas por el Presidente Trump, especialmente las más ejecutivas e inmediatas, como las migratorias, ya han sido impugnadas por distintos órganos judiciales, invocando la Constitución. Ayer, un Tribunal Federal de Apelaciones rechazó el recurso de los abogados de Trump contra la resolución del juez James Robert que suspendió cautelarmente la aplicación del Decreto de la Casa Blanca que, entre otras cosas, priva temporalmente del visado a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana. El caso se verá ante la Corte Suprema. Se espera una dura batalla en diferentes niveles, radicalizada por la falta de respeto del Presidente, entre cuyos enemigos están, al parecer, jueces, abogados y juristas que no se avienen a sus dictados.

La Constitución norteamericana, compendiada en siete artículos y veintisiete enmiendas, comprende también la interpretación que de ella ha venido haciendo la Corte Suprema. De ahí que Trump se haya apresurado a nominar a Neil Gorsuch, un jurista joven y declaradamente conservador que trabajó como asistente del fallecido juez A. Scalia, considerado a su vez como el «león» del conservadurismo norteamericano. Como su mentor, Gorsuch es un juez de la línea «originalista», esto es, que interpreta la Constitución según las reglas escritas literalmente en 1787 y la voluntad de los «padres fundadores». Cabe pensar que Gorsuch, de ser confirmado por el Senado (cosa que Trump tiene a su alcance), se alineará con los postulados hamiltonianos de respaldo al poder ejecutivo federal, al tiempo que dejará en manos de los Estados la autoridad para revertir, por ejemplo, Roe v. Wade, sobre el derecho al aborto de las mujeres, o los matrimonios de personas de distinto sexo. En todo caso reforzará el sesgo conservador de la Corte en los múltiples aspectos que dividen al pueblo norteamericano, incluidos los derechos civiles de ciudadanos y residentes.

No acaba aquí a larga batalla judicial ya iniciada. Otros frentes se abren a probables conflictos constitucionales. Un grupo de juristas dirigido por el profesor de Harvard, Laurence Tribe, ha presentado una demanda de calado contra Trump basada en que la Constitución prohíbe a los Presidentes recibir objetos de valor de gobiernos extranjeros sin la aprobación del Congreso. En la medida en que Trump ha depositado en sus dos hijos mayores la gestión del imperio económico que lleva su nombre ?en lugar de crear un fideicomiso ciego? se teme que cuando Trump negocie acuerdos comerciales con terceros países no se sabrá «si también considerará sus beneficios empresariales».

Otro tema no menor es la declarada intención de Trump de derogar la Enmienda Johnson, establecida en 1954 por el entonces senador, que prohíbe que las iglesias exentas de impuestos respalden y se opongan abiertamente a candidatos políticos (como ha sucedido en las recientes elecciones en que ciertas iglesias fundamentalistas protestantes han actuado contra los demócratas). «Destruiré totalmente la Enmienda Jonhson y permitiré que representantes de la fe hablen libremente y sin temor a represalias», dice Trump, en lo que es el anticipo de otra batalla por la laicidad en torno a la Primera Enmienda de la Constitución

Entre el ramillete de contenciosos previsibles cabe señalar, desde el que impulsan colectivos de psiquiatras que sostienen que Trump padece de síndromes psicológicos que le impiden ejercer apropiadamente su cargo (lo que afecta a la Sec. 4ª del art. 2 y Enmienda XXV de la Constitución) hasta las órdenes dictadas por Trump para la construcción inmediata del famoso muro a lo largo de la frontera con México. En este caso, una serie de leyes del Congreso, desde 1965, circunscriben los poderes presidenciales e impiden la aprobación de una ley especial al respecto. Casual y contradictoriamente, el citado Juez A. Scalia, llevado por su furor conservador, dejo antes de fallecer un regalo envenenado como doctrina constitucional: anular las inversiones pagadas con dinero del Estado que no tengan, previsiblemente, retorno económico. El XIII Congreso de Derecho Constitucional iberoamericano celebrado hace unos días en México DF, se hace eco de estas y otros situaciones que afectan a sus ciudadanos ?y a toda Latinoamérica? y se apresta a defender su causa en los tribunales norteamericanos.

La batalla por la Constitución, por el Estado de Derecho y la democracia pluralista, no sólo es una batalla que concierne a EE UU. Nos concierne a todos. Si queremos evitar las peores pesadillas a las que nos puede abocar un liderazgo populista que antepone sus propios fines a los medios a utilizar (porque la esencia del estado de Derecho está precisamente en los medios), si queremos que la Constitución, basada en los principios democráticos y la garantía de los derechos, no quede en manos de aventureros, debemos actuar. La democracia no se sostiene sola. La batalla jurídica es una, muy importante, de las muchas que hay que librar.