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José María Asencio

Trump y la democracia

Las redes sociales están repletas de mensajes contra Trump y no hay quien se precie de demócrata que no escriba algo contra el presidente americano, haga un chiste o se eche las manos a la cabeza mostrando su horror.

Pero, resulta que lo han elegido los norteamericanos conforme a su sistema electoral, el mismo con el que anteriormente nombraron a otros, el mismo sistema mayoritario que existe en muchos países y que existió en nuestra República. Es la democracia. Y no vale aducir que falla cuando no nos interesa y que es el mejor sistema cuando ganan los nuestros. Se acepta o se rechaza.

Un hombre, un voto es la expresión plena de igualdad en derechos y un triunfo frente a los modelos que reducían el voto a ciertos sectores sociales. Por eso, cuando oigo poner en duda un resultado atacando a quienes han decidido optar por un determinado sujeto y cuando se extreman las críticas dejando entrever la conveniencia de negar el derecho a quienes se inclinan por ciertas alternativas, siento temor e inquietud sobre el futuro. Culpar a los votantes es peligroso en este y en otros casos similares.

Una cosa es mostrar el malestar por un resultado y otra, bien distinta, instar a un cambio de modelo que impida en el futuro que las elecciones sean libres, que puedan ganarlas nuestros adversarios. Ese camino es peligroso y debemos reflexionar sobre nuestras palabras antes de pronunciarlas.

Que hayan nombrado a Trump los americanos es tan estridente, como lo que sucede en Europa, incluida España, con el florecimiento de organizaciones que, apoyadas en la crisis, venden su producto apocalíptico consistente en un cambio social tan radical como puede serlo el del presidente norteamericano en algunos casos. Racismo hay en Europa, liberalismo extremo, bastante, nostálgicos de la dictadura del proletariado, también, muros y vallas, en la misma España, inmersión lingüista y ataque al castellano, en Cataluña. Y votantes que apoyan a la extrema derecha o la extrema izquierda, demasiados y al alza. No es extraño el fenómeno Trump en un mundo que ha decidido romper con lo existente y lo ha hecho apostando por la radicalidad abandonando la moderación y la centralidad.

Trump es un producto típico de la época, de la crisis, que ha sido aprovechada por unos y otros para exhibir y llevar a la práctica opciones ideológicas que hace poco hubieran sido impensables, que habrían sido rechazadas por la casi totalidad de los ciudadanos. Hace diez años existía este tipo de mensajes, pero eran minoritarios, residuales, esperpénticos para la mayoría. Hoy, merced a las redes sociales bien manejadas, a los mensajes demagógicos, pero impactantes que se transmiten, a la pérdida de valores que se traduce en el triunfo de la insolidaridad y un sentido de la libertad equivocado, por individualista, ha logrado imponerse y hacerse realidad.

Se juega con el miedo al inmigrante, al diverso, al rico, al que habla otra lengua, a quien es de otra raza. Miedo y rechazo son los elementos fundamentales de un discurso global que ha calado y que, frente al espíritu solidario que primaba en otros tiempos, frente a la búsqueda de lo común, demanda el cierre de fronteras, la supresión de las organizaciones internacionales, la negativa de derechos al diferente, sobre todo al pobre. Las clases medias, como sucediera hace un siglo, se inclinan hacia posturas autoritarias de derechas, los más humildes, hacia lo contrario, pero con tantos matices, que a veces coinciden peligrosamente las propuestas de ambos. Compararlas es esclarecedor. Parece que la historia no nos ha enseñado lo suficiente, porque nunca lo hace en realidad y volvemos siempre al punto de partida.

Trump no es un fenómeno extraño, sino expresión viva de la nueva política, fruto de lo que se ha sembrado, de la falta de ética de quienes juegan con los sentimientos para alcanzar el poder. Somos esclavos de quienes nos manejan y manipulan con discursos que aprovechan una incultura que se fomenta en las aulas, reduciendo las humanidades, suprimiendo el estudio de la historia, literatura, filosofía y convirtiendo la Universidad en una especie de escuela de formación profesional donde el saber carece de espacio y se considera caduco. Pero, a la vez, como me decía un amigo, el político es esclavo de aquel que le vota, debiendo ofrecerle un producto coherente con lo que le ha vendido. Y si le vende el miedo y la exclusión, debe ofrecerle medidas que satisfagan sus deseos primarios previamente exaltados, normalmente una sociedad que expulse a los que piensan otra cosa, a los que no sean productivos, que son tachados de delincuentes.

La radicalidad es similar cuando se habla de mexicanos o árabes, que cuando se hace del PP y sus votantes o cuando se insulta a los católicos o se ataca a los homosexuales. En la radicalidad y la falta de respeto al otro, reside la explicación del voto a Trump, en la estupidez de una clase política que solo sabe vender escándalo y tensión, un juego peligroso que ya está dando sus frutos.

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