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Arturo Ruiz

Un gran país

Después de sufrir durante generaciones hambrunas, guerras y persecuciones de señores feudales que en pleno siglo XIX aún les trataban casi como esclavos, los Fischer decidieron abandonar su Alemania natal donde la tierra ya no daba para casi nada y buscarse el futuro en otra parte. Y allá por 1900, a bordo de un carguero atestado de emigrantes como ellos (también irlandeses, italianos, polacos, rusos...) atisbaron la isla de Ellis: Nueva York. Les acogieron bien: los Estados Unidos necesitaban aquella mano de obra barata vital para una nación en plena expansión donde casi todo estaba por hacer. Los Fischer y sus compañeros de navegación prosperaron en aquel país libre, sin los dogmas de la Europa contaminada por dioses viejos y diques sociales. Es comprensible por eso que Frank McCourt concluyera «Las cenizas de Ángela», donde contaba aquel mismo viaje para huir de su miserable Irlanda, con la siguiente frase destinada a USA: «Este es un gran país»; y que comenzara la continuación de la novela reafirmando la misma idea: «Lo es».

Gracias al sudor de gente como los Fischer y los McCourt, los Estados Unidos se hicieron gigantescos y exportaron aquella libertad al resto del planeta. Todo muy norteamericano por supuesto: considerando que sobre todo la libertad es contar con el máximo número posible de mercados donde vender y hacer negocio. Ya saben. Cuando alguna nación declinó tanta libertad, ya se encargaron desde las cloacas de Washington de imponérsela impulsando golpes de estado, de Pinochet a Videla, a lo largo del siglo XX. Pero también ése fue el siglo en el que EE UU hizo un esfuerzo ingente para liberar al viejo continente de Hitler; y en el que un tal Kennedy, cuando Berlín quedó cruzada por el muro de la vergüenza, aseguró que ningún berlinés estaría solo. Nunca. Y seguro que tales heroicidades reconfortaron a los Fischer: alguien velaba por la familia que aún vivía en su nación de origen. Ese fue el gran legado norteamericano: frente a la Europa que alzó fronteras bajo estigmas de sangre, raza o religión, los Estados Unidos se forjaron con una mezcla de decenas de nacionalidades, idiomas y credos. Esos fueron sus genes. Su razón de ser.

Ahora bien, es verdad que tanta libertad llevaba ya tiempo achicándose. Si Vargas Llosa se preguntaba cuándo se jodió el Perú, los EEUU empezaron a joderse con la guerra del Vietnam y acabaron por joderse con las Torres Gemelas: todo eso desencadenó en los giros reaccionarios de Reagan y Bush, y en la burocracia de Clinton, quien ya tapió de obstáculos la frontera con México. Pero jamás había acobardado este país tanto su propia libertad con este Trump y su cruzada contra la identidad de la tierra que le hizo presidente. Dicen de Trump que atenta contra el capitalismo y que el capitalismo acabará con él, pero también puede suceder que simplemente los negocios cambien de socio: China y Putin en vez de los países del Pacífico; por eso, lo que da más miedo es que la xenofobia y el racismo del magnate que hoy hubiera hecho imposible la travesía de los McCourt y de los Fischer perviva, impregne la agenda de los políticos de medio planeta en este siglo XXI que tan inhóspito se avecina.

(Puede que algún descendiente de los Fischer, acongojado por la crisis industrial de Detroit, votara por Trump; pero también que algún otro tenga amigos mexicanos mancillados ahora por ese nuevo muro que Trump quiere alzar sólo medio siglo después de que Kennedy, uno de sus propios antecesores, batallara contra los ladrillos que separan a los hombres).

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