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Una vedette y un rey

Hay que reconocer que eso de trabajar de rey debe ser duro, fatigoso, engorroso e insoportable, en ocasiones. Tanto trajín, tanto canapé, tanto viaje, tanto agarrarse los machos en interminables desfiles militares, discursos adormecedores, tanto opíparo almuerzo, tanta lencería y botines de azabache, tanto run-run, tanta corbata, tanta langosta, tanto beluga y tanto velero. No te digo nada si a ese insoportable oficio, el de rey, se le arrima más de un par de azumbres de querencia a las tablas del mujerío patrio y aún del foráneo, tanta Corina, tanta vedette, tanta esforzada escaladora de braguetas egregias (empiezo a pasarme, lo sé). Pues el pobre preboste no es de extrañar que esté agotado y a la misma puerta de la más triste de las desesperanzas y las claudicaciones. Pobre emérito. Ejemplar trabajador. Currante donde los haya.

Claro que, si se ve con mirada medio limpia y una miaja de neurona esclarecida, el oficio de rey no ha de ser tan duro como el de partirse ambos lomos sobre un andamio dándole palique al cemento. O los mismos lomos, ellos por ellos, sacándole los frutos a la tierra, frutos que comemos todos, reyes incluidos. No debe ser tan duro como esnifarse el hielo de la mañana en las colas de las oficinas del paro. No debe ser tan duro como comerse media pizza mordisqueada con la cabeza dentro de un contenedor o como morirse de frío en la calle, acordeones, violines, guitarras y carteles con faltas de ortografía bajo cero, no debe ser tan duro como tener sabañones en las orejas de patearte la calle buscándote la vida y que la vida te diga que no, una y mil veces, y rascarte los sabañones por que pican. Las cuitas del rey no deben, según mi corto entender, llegar a ser tan tremendas como los pellejos helados de las alambradas a las puertas de Europa, como las bombas en Siria. No deben ser tan alarmantes como esas corbetas que venden para que sigan haciendo del ser humano un montón de estiércol, un mojón armado, un montón de mierda con licencia para matar.

Pero, pobre emérito. Si no le cayó encima un elefante, si no le dinamitó en la cara un yerno y una hija pelín empocilgados (perdonado sea el neologismo), si no le derrocó una inexplicable, monumental, fenomenal fortuna amasada no se sabe muy bien dónde, le ha de caer encima la del pulpo por una flamígera corista de piernas largas, tutú, morritos inflados, braguitas de encaje y un acojono constante para el resto de sus días. Lo que intuíamos va siendo una realidad documentada. Del rey polluelo, el de las corbetas, aún no se comenta nada. Si acaso que está «preparao». «Preparao» para seguir los pasos del padre. Dame pan y llámame rey. ¡Ay, qué buen vasallo si hubiere buen señor! De la corista sabemos por la prensa digital que prefiere seguir callada por su seguridad y la de todos los suyos. Sentirse amenazado de por vida por las altas instancias, por los barandas de un país que no se corta un pelo a costa de salvaguardarse el culo, debe ser terrorífico.

Lo intolerable no es que siga vigente el feudalismo, con sus privilegios y su derecho de pernada. Lo intolerable es que, nosotros, el pueblo, los vasallos sigamos tragando carros y carretas y atándonos al cuello ruedas de molino. Lo intolerable es que aún nos queden siglos, que la caspa histórica no sale ni con disolvente universal, para darnos cuenta de que somos fundamentalmente, tristemente, obscenamente en el buen sentido de la palabra, gilipollas.

Quinientos millones de pelas nos costaron a todos comprar el silencio de la vedette, quinientos millones del erario público, de nuestro esfuerzo, de nuestro sudor, de nuestra tristeza hipotecada, de nuestra ceguera. Hagan ustedes cuentas que yo les vengo a ser de letras y no me aclaro. ¿A cuánto nos sale per cápita nuestra ignorancia, nuestra benevolencia, nuestra inopia? ¿Cuánto hemos donado de nuestro pan de cada día para los reales polvos? ¿A cuánto salimos por caliqueño real? ¿Cuánto nos cuesta esa puñetera figura retórica que llamamos jefatura del estado?

Si viene la stasi de turno por mí, háganme la caridad de acercarme tabaco a Foncalent. Maldito fumeque.

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