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Bartolomé Pérez Gálvez

Recobrar la empatía

La simpatía y la empatía son parientes lejanos. Conceptos relacionados, que no equivalentes, con distintas definiciones. Aun así, a menudo confundimos ambos términos. Los españoles nos preciamos de majetes ¡faltaría más! pero, al parecer ponernos en el pellejo del otro no es lo nuestro. Eso sí, asumirlo cuesta a pesar de lo que señalan los datos.

Comprender los sentimientos de los demás no parece ser uno de nuestros puntos fuertes. Una reciente investigación realizada por un equipo de la Universidad de Michigan State, acaba situándonos en el término medio entre 63 países evaluados. Créanselo, que la considerable muestra de más de 100.000 participantes aporta fiabilidad al estudio. Nada que ver con esas encuestas de chicha y nabo que decoran el universo demoscópico. Así pues, habrá que otorgar legitimidad a sus resultados y buscar explicaciones a esa relativa dificultad para identificarnos con el ánimo de otros que, en todo caso, parece impropia de la calidez que se espera de los latinos.

A la cabeza de este ranking de empatía nacional se sitúan los residentes de algunos países centroamericanos como Ecuador, Perú o Costa Rica. Nada extraño, como tampoco lo es que los daneses sean los únicos europeos que destaquen a la hora de compartir los sentimientos de quienes les rodean. Las razones son diversas. En el caso de Dinamarca, sigue tratándose del país más feliz del mundo -al menos, eso indica el World Happiness Report 2016- y comprobado está que un mayor bienestar se asocia a una empatía más intensa. Quizás les resulte más chocante que estadounidenses, sauditas o surcoreanos se sitúen también entre los ciudadanos más comprensivos. Pues así parece y también tiene su explicación.

La historia y cultura de los países influye decisivamente. Si la felicidad incide, también las penas tienen su peso específico. Quienes lo han pasado mal y en su desgracia han hecho piña, acaban demostrando que la cohesión social -al menos en la adversidad común- favorece la empatía. En otros términos, humaniza. Puede que esta sea una de las razones que justifican la mayor empatía observada en países donde pudiéramos esperar una realidad bien distinta. Cierto es que, en algunos casos, esta empatía solo se manifiesta de fronteras adentro y no tanto con los extranjeros. Ahí tienen el caso de los israelitas, muy empáticos entre ellos y ciertamente hostiles respecto a los palestinos. En cualquier caso, sin una buena dosis de empatía generalizada se hace más difícil afrontar necesidades básicas o una competencia desmedida, que ambos extremos están bien representados. Lamentablemente, no es nuestro caso. Miren que hemos recibido leches desde que cayó Granada, pero lo de compartir penurias sigue sin ser habitual en esta tierras. En fin, que nos va más lo de ir cada uno a su bola.

Me dirán que mejorar la cohesión social o incrementar la felicidad de un país -por cierto, en esto no andamos tan mal- son tareas que difícilmente pueden ofrecer resultados en el corto plazo. Por supuesto. Pero también hay factores personales que -pudiendo y debiéndose cultivar desde la infancia- sí aportan beneficios casi inmediatos y duraderos en el tiempo. Igual de necesario es aprender matemáticas, literatura o valenciano que trabajar la autoestima o la prosocialidad en la escuela. Y, siendo dos de los principales factores asociados a la empatía, apenas merecen una mínima atención. Olvidamos, tal vez, que sobre ésta se construyen muchos de los valores que tantas veces reclamamos. Se hace imposible esperar conductas cívicas, cuando previamente no se ha desarrollado la empatía necesaria para ponerlas en práctica. Algo así como echar semillas en un terreno sin abonar.

No hay duda alguna de la preocupación existente ante la progresión de un sinfín de conductas antisociales. Por este motivo, no deberíamos pasar por alto la eficacia de la empatía como medio de afrontar este tipo de actos. La prevención de comportamientos tan problemáticos como el acoso escolar o cualquier tipo de intolerancia o discriminación, se vería significativamente beneficiada si se atendiera, en mayor medida, al desarrollo empático de los adolescentes. Al fin y al cabo, la capacidad para comprender y compartir los sentimientos de otros es una condición imprescindible para aceptar la diversidad, sea del tipo que sea. Intentar frenar tanta maldad con simples campañas publicitarias, parece un tanto inocente.

Cierto es que una falsa empatía puede ser utilizada con fines espurios. La necesidad de que nos comprendan y compartan nuestros sentimientos, es presa fácil de las malas artes que caracterizan a muchos políticos. Ahí tienen el caso de los populismos, con Donald Trump como exponente más visible. Estafa emocional o puro teatro, como prefieran. Con todo, el poder de la empatía es el gran don del que disfrutamos los humanos, como diría la combativa Meryl Streep, conocida detractora del nuevo presidente norteamericano.

Una sociedad más justa precisa que recobremos la empatía y empecemos a ponernos en los zapatos de los demás. A partir de ahí, todo es andar.

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