«El arte de hacer la ciudad será más parecido al arte de hacer crecer bonsáis»

Michel Marcus.

Una de las preocupaciones fundamentales que sigue teniendo el urbanismo es la de encontrar el camino auténtico del progresismo radical. La imposibilidad del urbanista por el control de los elementos físicos de la ciudad que transformen la vida ciudadana, ha conducido al pesimismo absoluto y al fracaso de su esfuerzo de progresión, ante la constatación reiterada de que no hay posibilidad de éxito si no existe una definitiva ruptura con el modelo inmobiliario-financiero que ha propiciado los actuales problemas del drama social existente de consecuencias urbanas, económicas y políticas.

No existe un urbanismo que no parta de unas bases sociales y políticas, siendo imposible ordenar una calle o estructurar una ciudad sin aceptar, previamente, los principios condicionantes, según escojamos la opción expansiva del mercado del suelo o la colectivización, como base del hecho urbano. El urbanismo es un proyecto político, es su dimensión social, cultural, económica y ambiental la que debe ser objeto de participación pública donde poder plantear diferentes alternativas que configuren el plan o proyecto necesario surgido del debate ciudadano para consensuar, previamente, un proyecto de ciudad.

La connivencia «urbanicida» es hoy un hecho consumado y la batalla contra este hecho una ardua lucha. Cuestión que ratifican los «comportamientos sociales» que, conscientemente o no, elijen las opciones de dispersión de la ciudad proponiendo la vuelta al modelo inmobiliario-financiero originario de la crisis actual, mediante la reactivación del sector de la construcción basado en el desplazamiento y ocupación de nuevos suelos más allá de la ciudad compacta.

Otro de los comportamientos anticiudad es la tendencia a desechar la ocupación de viviendas rehabilitadas situadas en barrios consolidados, incluso desechando el régimen de alquiler. El inconsciente neocapitalista nos traiciona y el «estatus» nos fascina, reflejado en el deseo de apropiación de nuevos espacios privados que nos diferencien de aquella clase social que sólo puede acceder a una vivienda rehabilitada, a una «okupada» o a ninguna, convirtiéndonos en ciudadanos preferentes, tocados por la fortuna. Y así, se renueva el ciclo perpetuo de la homogeneización del ciudadano por «clases». Para ello, es necesario «centrifugar» la ciudad, abandonar los tejidos deshilachados y ocupar nuevos territorios de ideales ciudades atlántidas de «oricalco», merecedoras de reyes y princesas, más allá de las Torres de Hércules de la imaginación individual de nuestros comportamientos sociales al margen de la organización moral propia de la ciudad.

Esta apropiación privada de la periferia por nuevos usos residenciales, comerciales o terciarios, la convierten en zona excluyente debido a los altos valores del suelo derivados de su «exclusividad», confirmando la imposibilidad de acceso al derecho a «esa» ciudad por parte de aquellos ciudadanos excluidos del paraíso de jardines babilónicos privados y condenados a sobrevivir en sus ruinas de Palmira sin posibilidad de regeneración. Cuestión no baladí si nos damos cuenta que, de lo que se trata, es de fomentar una forma de producción de globalización y economía financiera excluyentes y que, con nuestro comportamiento social, contribuimos a una perversa forma de capitalismo, de mercantilización del urbanismo ciudadano basado en el tradicional y aceptado, resignadamente, principio de «las cargas para todos y los beneficios para pocos». Como consecuencia, se abandona la principal tarea de un planeamiento de carácter público, que debería ser la gestión y reutilización del stock de suelo y del patrimonio edificado, enfatizando el proceso y concepto de «reciclaje de suelo».

Ante ello, se alega la impotencia de los gobiernos locales que, ante nuevos retos y megalómanos proyectos de excentricidades residenciales y comerciales, se amparan en el estricto cumplimiento de la legalidad urbanística que, cómplice, siempre permite el deseo municipal de expansión, justificado como «bien general», escondiendo las presiones de los propietarios de suelo y de cualquier multinacional que venda «filetes, coches, o muebles».

La ausencia de una ideología urbanística de los agentes públicos, del desconocimiento de los medios políticos y económicos de que disponen para evitar los despilfarros de recursos propios de la ciudad, la falta de una firme voluntad política de cambio de modelo inmobiliario que propicie la recuperación de las plusvalías que genera la acción urbanística, la ambigüedad y tibieza en el análisis de la insostenibilidad de la depredación del territorio, impiden una verdadera conciencia de la mejora de las condiciones de vida de la totalidad de la población, negándole una vez más, el derecho a la ciudad.

Y, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a las plusvalías? Primero, del apoderamiento por el sector privado del derecho indiscutible e inatacable a la propiedad del suelo, incluido su aprovechamiento urbanístico, convirtiendo así este derecho público en una mercancía no asequible al ciudadano. Segundo, de la realización de las grandes infraestructuras, parques públicos y servicios colectivos que, a costa de todos, revalorizan exclusivamente porciones de suelos privados sin retorno público. Tercero, el intento de conservar el «estado de bienestar» mostrando como equivalente la economía global y sus beneficios con la calidad de vida, lo que significa que una ciudad puede encontrarse bien económicamente y mal sus ciudadanos al carecer de cuotas de retorno cifradas en beneficios sociales: guarderías, salud, seguridad, acceso a la vivienda, etcétera.

Y esta foto fija de la ciudad congelada en el tiempo la consagran los planes urbanísticos sin posibilidad de adaptación a una realidad social con necesidades acuciantes de cambio que se posponen para un mejor mañana. El político deberá estar atento y entender el proceso de la ciudad si lo que pretende es transformarla, lo que sería muy pretencioso sin el profundo conocimiento de las tensiones cambiantes de sus dinámicas sociales y económicas y sus propias contradicciones. Un Plan General de Urbanismo, con un horizonte de veinte años como permite la legislación valenciana, es anacrónico y absurdo, convirtiéndose únicamente en un catálogo de valores de suelo constructivo sin conciencia política de actuar sobre la vida ciudadana con fundamentos éticos y humanistas capaces de propiciar unos comportamientos sociales que transformen la ciudad

Definitivamente, no son los urbanistas los que hacen la ciudad, aunque a través de la redacción de planes su ingenuidad les haga suponer y creer lo contrario. La ciudad la «deshacen» los políticos y los actores financieros en contra de aquel tan reclamado «auténtico progresismo radical» que los urbanistas seguimos pensando «que haberlo haylo».