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Antonio Balibrea

A vueltas con Trillo

El que dice una mentira está obligado a decir cien para sostener la primera. El exministro Federico Trillo, exrepresentante alicantino en el Congreso de los Diputados, muñidor justiciero, tramitador de alzadas, conspirador de salesas, confesor de pacientes, prometedor de escalafones, corredor de fondo en salas audiencias y sacristías, dimite porque lo tiran. Sin parpados que chivar dudas, tupé a prueba de balas, mandado de huevos, retórica de púlpito, faz granítica, alma vaticana, no se va, vuelve. Como el mismo cita, transcribiendo en su tesis a otro al que no cita, las brujas siempre pueden volver con una venganza: «Las brujas, exiliadas de este orden violento, viven en hermandad en sus sombrías fronteras y rechazan todo trato con las discusiones tribales y los honores militares de tal orden. Son el subconsciente de la obra, que debe ser exiliado y reprimido por su carácter peligroso, pero que siempre puede volver con una venganza». O para una venganza. Era «El Poder Político en los dramas de Shakespeare». Vuelve al sitio que tiene allí, letrado en el Consejo de Estado. El lugar de donde salió, tras meses de tribulación, el informe que lo ha crucificado.

El informe que el presidente Rajoy no había leído. Las 82 páginas del Consejo de Estado que resumen el viacrucis de los familiares en éstos trece - ¡trece¡- años. Empezó con el misterio gozoso en que Trillo comparecía en Las Cortes afirmando solemnemente, después del accidente, que estaban en las nubes en el mejor avión del mundo. Entonces ya sabía que «se están corriendo altos riesgos al transportar personal militar en aviones... cuyo mantenimiento es como mínimo muy dudoso». Se lo escribió un mes antes del accidente el Centro de Inteligencia y Seguridad del Ejército de Tierra. Si Trump no se fía de sus servicios secretos y de inteligencia como el FBI, la CIA o el CNI, nada menos; algo similar y premonitorio debió intuir el imbuido ministro de Defensa. El «mejor avión del mundo» que nunca debió despegar según la sentencia de la audiencia de Zaragoza que certificaba múltiples carencias para emprender el vuelo. Era una condena civil que no tuvo mas consecuencias.

La siguiente estación del viacrucis fue la subida al gólgota turco donde los familiares pudieron recoger placas de identificación y certificar que la mitad de los militares se habían identificado a ojo, falsificando documentación pública. La penitencia no había hecho mas que empezar, prensa y familiares querían «utilizar a los muertos en momentos tan dolorosos», según la acusación que lanzó el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar. En medio del luto y el dolor los familiares exigían la identificación. La respuesta oficial fue de pasión, recomendado desde el Ministerio de Defensa, y por escrito, que los familiares buscaran atención psicológica. Y menos marear con identificaciones. El consuelo vendría en la sentencia de 2009 condenando a los jefes militares a penas de cárcel por falsedad en documento público, el de más grado falleció antes de entrar, los otros oficiales fueron indultados por el Consejo de Ministros, ya presidido por Rajoy. Al fin y al cabo eran unos mandados. Mandados por Trillo, ministro del gobierno Aznar, su jefe.

Esa mala imagen que había cosechado Trillo no aconsejaba su continuidad en el Gobierno, le explicó Rajoy. Quería saber que había hecho mal. Él, el diputado qué había conseguido la expulsión de Garzón a las tinieblas exteriores, su salida del paraíso de la Audiencia Nacional en justo castigo por su instrucción en la Gürtel. Trillo el expresidente de las Cortes cantó victoria, cargado de razón, imbuido de sentido común, inspirado de espíritu, sonriente de orejas, engolado de voz, armado de micrófonos, proclamó la buena nueva: el sobreseimiento de la instrucción del caso Gürtel, el de los óbolos distraídos para la cofradía popular. Una peregrinación exitosa por decenas de despachos debiera haber culminado con el ascenso a los cielos del Consejo de Ministros. Pero resucitó. La Gürtel se reabrió. Y ahora el caso del Yak-42 de la mano de su correligionaria Cospedal. Quería saber que había hecho mal. Quizá en palabras de Zorrilla, -no es Shakespeare, pero es nuestro Don Juan-, podría declamar «por doquiera que fuí/ la razón atropellé/ la virtud escarnecí/ y a la justicia burle/ y emponzoñe cuanto vi/a las cabañas bajé,/ y a los palacios subí,/ yo los claustros escalé, / y en todas partes dejé memoria amarga de mí». También los muertos vuelven.

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