La tumultuosa rueda de prensa protagonizada esta semana por Trump confirma que no está dispuesto a dejar de ser un chico malo. Más preocupado por la lluvia dorada que por la ácida, Trump negó la palabra con insolencia a un periodista de la CNN. El magnate, ya instalado en los 70, sigue exhibiendo los modales de matón que, de adolescente, lo confinaron en una academia militar. Fue su padre, el mismo que dividía el mundo en tiburones y perdedores, quien decidió que el cimarrón tenía que ser domado. Por entonces, Trump vivía en una mansión llamada "Tara", como la plantación de aquella malcriada Scarlett que juró robar, mentir o matar para salir adelante. Quizá el viento que, con probabilidad, soplará este viernes en el juramento de Trump se lleve su bramido de apisonadora. Pero sería extraño. Amenazan -y a él antes que a nadie- rachas de huracán.