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Sylvia Plath

Martes, 3 de enero de 2017. Estoy anquilosado de resultas de cuatro días sabáticos que me he tomado por prescripción mía propia. Necesito salir a estirar las calandracas y tomo una decisión la mar de original: me voy a dar «la volta als ponts». Respiro profundo el aire de la mañana. Tiro por Isabel la Católica. Todo parece normal, hasta que llego a La Alameda. Entonces, Alcoy se convierte en un apocalipsis zombi solo que, en lugar de muertos vivientes atestando las calles, hay vivos «regalantes». Las hordas «regalantes» están por todos los lados con sus paquetones envueltos en papel de colorines. Se topan unos con otros, discuten y no llegan a las manos o directamente a la mordida profunda en la yugular porque aún es Navidad, sigue primando una bondad de porcelana y los reyes magos van llegando. Tengo que ir esquivando paquetes por arriba, por abajo y por ambos flancos. Presa del terror, a la altura de la ferretería El Candado, decido volver sobre mis pasos a la mansedumbre del hogar y me pongo a escribir esta nadería que ustedes, tan misericordiosamente se están tragando, hoy domingo, ocho de enero, día de Santa Gúdula, virgen. Sólo virgen, en lo de mártir, los santorales no se ponen de acuerdo.

Tengo para mí que mi regalo de reyes ya ha tiempo que lo tengo «amagaet» en cualquier rincón de la casa. Tenemos en la cocina un pizarrín que va la mar de bien para apuntar lo que vamos echando en falta y se ha de comprar. No hace mucho leí en una revista literaria que los diarios de Sylvia Plath han sido reeditados y puestos al mercado, los diarios completos, sin cortes ni censuras. Los pelos de la barba se me hicieron patas de centollo y escarpias los de los sobacos de pura ansia. Y ustedes, con buen criterio, se preguntarán qué tiene que ver mi cocina, mi paseo apocalíptico y mi agorafobia con los diarios de la escritora y con mi pizarrín. Pues bien, muy sagazmente apunté entre habichuelas, tomates, latas de atún, papel higiénico y pasta de dientes la siguiente leyenda: «Sylvia Plat. Diarios completos. Alba editores». Al transcurso de los días y preparando la cena le dije aviesamente a mi dulce esposa, apuntando a la pizarra:

Cuando tenga pelas, me compro ese libro. Es casi una necesidad.

Su reacción no se hizo esperar. Ligero rubor en las mejillas, una media sonrisa y un recule hacia el fregadero, dándome la espalda. Enseguida hice una traducción simultánea de su actitud: «Ya te lo he comprado, gili memo».

O sea que ya tengo mis reyes y una ligera ansiedad por engolfarme en su lectura. Siempre he temido y respetado la inteligencia ajena a partes iguales, siempre me ha puesto como una moto un texto bien escrito, una metáfora de tan alta belleza que me ha partido el alma en dos, un adjetivo certero haciendo diana en el mismo corazón. Ustedes perdonarán si peco de oligofrenia profunda pero si esos regalos literarios están escritos por una mujer, la moto se convierte en una Harley Davidson. Lo siento, puede resultar inmaduro. Estoy a punto de darle a la tecla de retroceso del ordenador pero no lo haré. Me ha pasado a menudo, con Virginia Woolf, Pardo Bazán, Martín Gaite, Merce Rodorera, Monserrat Roig, Almudena Grandes, Gloria Fuertes y tantas otras mujeres con la sensibilidad como un polvorín rodeado de mixtos, que por fin, después de los siglos, no necesitaron de un pseudónimo masculino para publicar el arpa de hierba de sus palabras.

Sylvia Plath era un polvorín y una marmita en ebullición al lado de un cíclope, el afamado, mujeriego, cachondo poeta inglés Ted Hughes. Mucho me temo que el poeta llevaba encima un arsenal de cerillas. La dejó sola con dos criaturas pequeñas. Una mañana de niebla roja como el óxido, Sylvia sirvió el desayuno a los niños. Volvió a la cocina. Cerró las puertas y tapó las rendijas con toallas. Abrió el horno, encendió el gas, y metió la cabeza dentro. Ardo en deseos de que lleguen los reyes para llegar a intuir qué último poema pudo escribir sobre la enredadera de la nada.

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