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Bartolomé Pérez Gálvez

Pásando el Niágara en bicicleta

Resulta preocupante la escasa influencia que tienen algunos organismos internacionales. Excluyo, como es evidente, a quienes dictan las reglas del juego económico mundial. A estos sí que se les respeta, que no hay gallito que le vacile al Banco Central Europeo o al Fondo Monetario Internacional. Ahora bien, pasarse por el forro las recomendaciones de las agencias que afectan a políticas sociales, como Naciones Unidas o la Organización Mundial de la Salud (OMS), es otra cosa. Eso sí está a la orden del día.

En materia de atención a la salud, las recomendaciones de la OMS suelen ser coherentes y equilibradas. Salvo muy contadas excepciones, sus decisiones se sustentan en criterios científicos debidamente contrastados. Y, por si la coherencia y la evidencia no fueran suficientes, aún tienen esa «mano izquierda» propia del mundo diplomático, que permite no herir susceptibilidades y adaptar cada propuesta al contexto de cada nación. Recuerden que la OMS no exige, sólo aconseja.

Más grave que no atender a sus recomendaciones es incumplir los compromisos adquiridos por los gobiernos. Cuando se aprobó la nueva Agenda de Desarrollo, en septiembre de 2015, Ban Ki-moon advertía de que sería imposible cumplir sus objetivos sin el compromiso de los líderes políticos. En esa cumbre de Nueva York, el entonces secretario general de Naciones Unidas consiguió reunir a más de 150 mandatarios. Todos ellos ratificaron, con su firma, un documento tan necesario como utópico. Una declaración para necios -en el más cariñoso sentido del término- porque esperar que, en apenas 15 años, desaparezca la pobreza o se alcance un pleno empleo a nivel mundial, sólo puede ser fruto de la mayor de las inocencias o de una superlativa tomadura de pelo.

La agenda contempla algunos objetivos que, aun siendo también complejos, parecen algo más asequibles. Entre los de ámbito sanitario, destaca el compromiso de alcanzar una cobertura asistencial universal. Como es lógico, para la OMS -el brazo sanitario de Naciones Unidas-, el acceso a la atención sanitaria es un instrumento imprescindible para mejorar la salud de la población. Tal vez en España nos parezca algo irrenunciable pero, en el contexto mundial, esto de la universalidad es un derecho del que no disfruta el conjunto de la humanidad. Tampoco vayan a creer que se persigue el café para todos. Ni mucho menos. Esa «cobertura asistencial universal» que se reclama queda lejos de parecerse a la que disfrutamos por estas tierras, por mucho que nos empeñemos en criticarla. Es una atención de mínimos pero menos da una piedra. Lo realmente importante es su carácter universal, no excluyente.

Cuando Barack Obama abandone la Casa Blanca, el próximo día 20, los estadounidenses perderán cualquier posibilidad de disfrutar de una cobertura sanitaria universal. No es que el «Obama Care» sea una bicoca pero, en un contexto con tantos intereses como el norteamericano, constituye una solución aceptable. Donald Trump acaba de insistir en que la reforma sanitaria de su predecesor será derogada el primer día que siente su trasero en el despacho oval. Es evidente que sus intereses no coinciden con las propuestas de la Organización Mundial de la Salud. En cualquier caso, no hay otra solución que tragar porque ni la OMS tiene mando en plaza, ni disfruta de independencia financiera respecto al gobierno norteamericano. Se acabó el sueño.

El problema se agrava considerablemente con las últimas noticias que llegan desde Grecia. Esta semana, el diario británico The Guardian se hacía eco del caos que está viviendo el sistema sanitario griego. Alexis Tsipras abandonó pronto su discurso revolucionario para acabar siendo el alumno más aplicado de la Troika. La realidad es que uno de cada cinco griegos no tiene derecho a recibir atención sanitaria. Y, quienes disponen de esa cobertura, no saben si es peor quedarse en casa o acudir a un centro sanitario. Con más de 3.000 muertes relacionadas con las infecciones adquiridas en los propios hospitales, Grecia es un ejemplo palpable de que, en efecto, la austeridad mata. Ya lo advertían algunos expertos, como David Stuckler, al inicio de la crisis. La previsión se ha convertido en fatídica realidad. Por cierto, no deja de ser curiosa la coincidencia entre Tsipras y Trump ¿No creen?

La cuestión es que todo esto ocurre aquí mismo, en nuestro viejo y tan supuestamente avanzado continente. Mientras tanto, la Unión Europea sigue inmutable. Cierto es que no le indican a Tsipras dónde debe meter la tijera y que la decisión de finiquitar la sanidad griega es suya. Sin embargo, se echa en falta un mayor interés por defender los derechos básicos de sus ciudadanos y no sólo por renegociar la deuda. Cuando menos, que se cumpla con todo el articulado del Tratado de Funcionamiento de la Unión, incluyendo aquél que hace referencia a la protección y mejora de la salud humana.

A la vista de cómo está el patio, puede que la sanidad europea acabe teniendo que «pasar el Niágara en bicicleta», como canta Juan Luis Guerra. O pasarlas moradas que, en castizo, viene a ser lo mismo. El cantautor dominicano denunciaba las deficiencias sanitarias de su país, relatando los pesares sufridos en un hospital -«de gente (supuestamente)»- con carencias de todo tipo. La letra no suena tan extraña: «no me digan que los médicos se fueron; no me digan que no tienen anestesia; no me digan que el alcohol se lo bebieron; y que, el hilo de coser, fue bordado en un mantel». Pues ahí vamos.

Era la realidad del Caribe, sí. Pero el Caribe, con su otra cara -la triste, la de las necesidades no cubiertas-, ya no está tan lejos. Empieza en Grecia, ahí al lado.

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