ara los fanáticos, la discoteca es una catedral o una mezquita en la que se celebra la misa negra del sexo, del alcohol y del consumo. En los tiempos desarrollistas de la «brecha generacional» -cuando tú no habías nacido y usted, sí- la discoteca era el local donde el mundo, el demonio y la carne se citaban para bailar con «nuestra juventud». En nuestros chistes actuales aún aparecen representaciones del infierno como una megadiscoteca con un aparcamiento rebosante de coches que sorprende al pobre pecador, recién llegado al penal eterno. La oscuridad distorsionada por luces que no da la naturaleza; la música llevada al estruendo; la danza, que siempre es pagana, y el oficiante en lo alto, conduciendo los estados de ánimo y los comportamientos colectivos con platos donde se repite un ritmo electrónico, dejan bien a las claras que se trata de un espacio de competencia ritual con las religiones que está estrictamente centrado en el más acá.

En términos militares, la discoteca es muy vulnerable. A la puerta, algún portero, grande, aparentón, acostumbrado a tratar mal a niñatos y a borrachos. A continuación, un ropero (para la ropa) que en países violentos es armario (para las armas). Una vez dentro, todo aparenta bulto y confusión y sólo se descubre que era un orden cuando la ráfaga de disparos crea el verdadero caos. La oscuridad y la luz relampagueante de tormenta, el estruendo sólido, todo lo que hasta entonces trabajaba a favor de la distorsión sensorial de los clientes se vuelve cómplice de los asesinos.

El disco rayado terrorista sonó en Bataclan (París), donde la excepción fanática irrumpe en el territorio propicio para la libertad de la discoteca y en Reina (Estambul), que se fue haciendo, día a día, una excepción propicia para la libertad de la discoteca en ese intersticio cultural formado por un pasillo marino entre dos mares que tiene un continente en cada orilla.