En medio de una percepción del mundo que se nos presenta angustiosa, incierta y amenazante (ayer, otro sangriento atentado en Estambul), algunos datos recogidos recientemente en la prensa nacional nos invitan a una lectura optimista de la realidad. Steven Pinker, un filósofo cognitivo y profesor de Harvard, autor de «Los ángeles que llevamos dentro», expone su tesis, avalada por otros muchos informes, según la cual el mundo, tomado en su globalidad, no ha hecho más que mejorar a lo largo de los últimos cuarenta años.

Todos los indicadores -renta per cápita, longevidad, salud infantil, educación, igualdad de género, esperanza de vida, pobreza extrema, muertos en guerras, brecha digital, etc- apuntan claramente a que el mundo es hoy infinitamente mejor que ha sido nunca. Cientos de millones de personas, si no miles, han salido del umbral de la pobreza y aumentado extraordinariamente sus expectativas de vida y de desarrollo personal y colectivo. Y ello a pesar del aumento de la desigualdad en los países centrales y de la crisis sistémica que estamos padeciendo; a pesar de las guerras y de las amenazas ciertas que nos aquejan.

La globalización está teniendo un efecto desequilibrante: los países pobres, densamente poblados, no hace mucho desconectados de la senda del progreso, han avanzado, mientras que en los ricos y desarrollados importantes sectores sociales se han visto duramente afectados. El malestar que se ha instalado en estos últimos tiene mucho que ver con este proceso que se desarrolla a nivel global.

La sociedad del bienestar, una excepción en la Historia, floreció en una coyuntura irrepetible, cuando aún coleaban los vínculos coloniales y la Unión Soviética dividía Europa en dos, mientras el trabajo y la industria sostenían su actividad. Pero todo esto se acabó. De ahí que en esta parte del mundo hayan surgido tantas voces antiglobalización. Algunos creen que es posible aislarse, levantar muros para protegerse del avance global. Los populismos de derechas y de izquierdas venden la idea de que es posible retroceder a tiempos pretéritos (que siempre fueron peores), mitificándolos, mediante la exaltación del patriotismo, del nacionalismo, del rechazo xenófobo a lo que viene de afuera.

Pero estas respuestas no son más que ensoñaciones hipnóticas. Podrán entorpecer, retrasar e incluso bloquear los procesos en curso, pero no podrán evitar que sigan adelante. Así que hay que trabajar con lo que hay, aceptar el reto de la globalización con todas sus consecuencias, arreglar la propia casa, innovar, mantener la sociedad del bienestar sobre otras bases, potenciar y reformar estructuras como la UE: abrirse sin complejos a la escena mundial.

Porque los verdaderos desafíos que tenemos por delante son precisamente globales y sólo podrán abordarse desde esta perspectiva. El principal es el cambio climático, unido al crecimiento demográfico y a las migraciones. También son auténticos desafíos las relaciones con las tecnologías de la comunicación y de la información, así como el futuro de la biótica. Pero por encima de todo, lo decisivo es la toma de conciencia global, la expansión de la conciencia de cada cual para asumir su papel en la realidad que vivimos.

Los datos y las proyecciones que nos muestran Steven Pinker, Johan Norberg y otros muchos invitan sin duda al optimismo, si tenemos en cuenta los avances que se han producido para el conjunto de la población del planeta. Pero dejan en el tintero que la globalización, tal como se está desarrollando, contiene gérmenes destructivos en forma de creación artificial de dinero y deuda, de una extrema mercantilización de todo lo existente, en la que la expansión de los valores sociales no tiene lugar. Dos ejemplos: 40.000 personas mueren diariamente de hambre. Una tasa de 20 céntimos por cada cien dólares en transacciones financieras sería suficiente para cubrir el gasto público de todo el mundo. Otra globalización es posible, pues. Feliz año.