La sociedad en la que vivimos se rige por unas normas y leyes que deben ser respetadas por todos si queremos que las cosas funcionen relativamente bien; es decir, que la sociedad en la que vivimos camine en su desarrollo con más luces que sombras.

La idílica perfección de una sociedad inmaculada, dada la naturaleza humana hecha del bien y el mal, es una aspiración loable, aunque nunca conseguiremos alcanzarla por mucho empeño que pongamos en ello para conseguirla. Y, sobre todo, si para conseguirla contamos con unos políticos de pacotilla, que con tal de conseguir sus fines viscerales y hacerse con un prestigio que no han sabido ganarse profesionalmente, se dedican a imponernos sus criterios y a denunciar a sirios y troyanos, como desgraciadamente sucede en más de lo deseable sin fundamentos sólidos legales, creyéndose que imbuidos por el Espíritu Santo de su ideología y con la Patente de Corso que les proporciona nuestro imperfecto sistema, son los ángeles custodios en exclusiva de la sociedad, haciendo con ellas unos daños irreparables a las persona que se ponen en sus puntos de mira.

En ese anhelo de aspirar a la perfección, las denuncias que se hagan sobre todos aquellos que infrinjan las reglas que nos hemos impuesto para el bien de todos, bien venidas sean y no seremos nosotros los que nos opongamos a que se hagan y se sigan haciendo, porque es una de las formas que tiene la sociedad de preservar su patrimonio en el amplio sentido de la palabra.

Ahora bien, el que denuncia también tiene o debería tener que cumplir unas normas determinadas que la sociedad debe o debería establecer de forma precisa y clara, para que las reglas del juego entre el denunciado y el denunciante estuviesen al mismo nivel, sin ventaja del uno frente al otro, si pretendemos ser justos.

No parece que esté sucediendo así en nuestra sociedad, puesto que por lo que se está viendo, es el denunciante, con Patente de Corso, el que parece tener todos los ases en la mano con sus denuncias, sin que se vea obligado a responder con nada que le duela o le escueza, cuando se demuestra que las denuncias efectuadas carecen de fundamento y verdad; y con una larga cambiada se salen de rositas, dejando al denunciado bien jodido moral y económicamente; y sin la única satisfacción posible de poderle partir la cara porque eso socialmente está mal visto, y porque además puede acabar en la cárcel por hacerlo.

Esto tiene que acabar. Los jueces deberían exigir no sé qué, algo, que obligara al denunciante a remediar los daños que puedan causar sus denuncias cuando se demuestran improcedentes.

No es de recibo que todo el currículo profesional que han presentado en la ciudad algunos políticos, cuyos nombres todos conocemos, se haya basado sustancialmente en denunciar presuntas corrupciones, que los tribunales van desmontando una tras otras, dejando cadáveres políticos y empresariales en el camino, sin que su única responsabilidad sea la de mirar para el otro lado, y desvergonzadamente decir que han hecho lo que creían que debían de hacer, sin aceptar su equivocación, pedir perdón y resarcir el daño causado moral y, sobre todo, económicamente, que es lo que realmente parece que duele más como antídoto frente a las denuncias infundadas y viscerales.

Algo así como lo que hemos escrito reflexionaba el director de Contenidos de INFORMACIÓN, J. R. Gil, cuando a propósito de la exalcaldesa Sonia Castedo y la sentencia contundente que la exoneraba a ella y al empresario E. Ortiz en el caso Rabasa, se preguntaba: ¿Y si no fuera corrupta? Y nosotros añadimos: ¿Y ahora qué hacemos, ilustres denunciantes?