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Jesús Javier Prado

Una patria de 600 páginas

Todas las listas literarias de los suplementos culturales de este mes de diciembre señalan a Patria, de Fernando Aramburu, como la novela del año. O el novelón, mejor dicho: seiscientas páginas, una detrás de otra, que te agarran desde la primera de ellas y ya no te sueltan hasta la última. Novela coral, con muchas voces y perspectivas, Patria se lee de corrido y sin respiro, ya que no deja de ser un thriller escrito, con una tensión permanente y contenida, y una mano muy firme a la hora de plantear una trama poderosa dentro de una visión global de algo que, aunque sea de lejos, es conocida por todos: Eta, el País Vasco, los muertos, las amenazas, las torturas. Escrita a modo de episodios muy cortos, quizá lo mejor de este novelón es el habla de los personajes, de todos.

Como su propio autor dice «tenía muy claro que no podía sacar a hombres de caserío hablando como si fueran catedráticos de universidad». Y el acierto es total, y por varios motivos. Por su calidad literaria y la dificultad que entraña dar juego a nueve personajes a lo largo de diferentes fases temporales, y todos importantes, distintos y con historias personales potentes detrás, para que lo que se cuente sea lo más poliédrico posible. Y también porque la forma en que se cuenta no es ni equidistante ni neutra. El autor claramente toma partido, y a través de los diálogos y reflexiones de los diferentes personajes da su visión de la sinrazón que supuso todo lo que se vivió en aquellos años, y la miseria moral que supuso no sólo a nivel político o social, sino personalmente: casa a casa, puerta con puerta, y vecino a vecino.

La lectura de Patria seguro que ha provocado, además de situaciones reconocibles y vividas, punzadas de dolor y amargas reflexiones entre quienes vivieron en esos años de plomo en Euskadi. Y a los que durante años seguiamos lo que allí pasaba desde fuera, la novela plantea, fundamentalmente, un interrogante. O mejor dicho, el interrogante: ¿qué habríamos hecho, de haber estado allí? ¿habríamos tratado de amoldarnos y no significarnos, por el temor de los hijos, de la pareja, o por el nuestro propio? ¿hubiéramos tenido valor para apuntarnos, aunque fuera en los últimos puestos y a modo de apoyo, en las listas del PSOE o del PP de cualquier municipio de Guipúzcoa con problemas para cubrirlas? ¿Nos habríamos apuntado a Elkarri, a Gesto por la Paz, a la plataforma Basta Ya? ¿Hubiéramos dejado de relacionarnos con gente señalada por el entorno de Eta? ¿Nos habríamos ido a vivir a otro sitio? ¿Qué habríamos hecho, qué hubiéramos decidido hacer, o qué hubiéramos decidido no hacer?

Esas preguntas son las que aún se están respondiendo en la sociedad vasca, cinco años después del anuncio del cese de la violencia terrorista, y son las que lanza la novela con cargas de profundidad considerables, ahondando además en las consecuencias personales que tuvo el «conflicto». Y lo hace en un momento en que los nacionalistas vascos están siendo los más inteligentes y sensatos en su relación política con el estado, con España, desmarcándose a la menor oportunidad que tienen del follón catalán y afirmando que la independencia, en un siglo XXI globalizado, digital e interconectado es una anacronía absoluta. Buen momento para que hagan lo posible por dar salidas dignas a las víctimas, a las cuales se les pide el esfuerzo -necesario, pero supremo- de pasar página, de mirar hacia adelante, de evitar el rencor o la amargura, de cerrar el capítulo. Gracias al aguante y al valor de muchos de ellos, y de mucha gente anónima que decidió y eligió aguantarse el miedo todas las mañanas, la banda fue derrotada. Y de alguna manera, Patria es la derrota, literaria y sin paliativos, del relato de Eta.

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