Cuando hablamos de fútbol no nos referimos solo a un deporte. Es mucho más: es un sentimiento que ha recorrido todos los momentos, agrios y dulces, de nuestra vida. Me estoy refiriendo, claro está, a los que amamos el fútbol.

Una de las grandes virtudes del fútbol es su capacidad para suspender el tiempo y el espacio cotidianos, devolviendo al espectador a un limbo de inocencia donde todo se reduce a un juego de infancia. Allí, de repente, dejan de existir las preocupaciones diarias y entonces el trabajo, la enfermedad, el desamor y las penas se ecualizan en un orbe de felicidad y pantalones cortos donde sólo hay buenos y malos, banderas y símbolos, himnos y colores. Como fenómeno de masas casi sin parangón, es cierto que el fútbol arrastra pasiones y odios irracionales, pero también lo es que, más que provocarlas, las disipa, disfrazándolas de cánticos y bufandas.

Nada ha movido tantas pasiones, tanto amor, tanta política, sí política, sentimientos separatistas o nacionalistas, sentimientos españolistas, sentimientos derechistas o izquierdistas. Nadie como el fútbol, en la transición legalizó tanto la ikurriña o la senyera como el fútbol. Estos días la prensa me ha refrescado el día en que Iríbar y Kortabarría salieron al viejo Atocha portando la Ikurriña, totalmente prohibida en aquella época. Y el Camp Nou se fue poblando, domingo a domingo, de senyeras. El sentimiento nacionalista, nos guste o no, floreció sobre todo gracias al fútbol.

En 1969 una eliminatoria para los mundiales entre El Salvador y Honduras degeneró en un conflicto armado que supuso la invasión del territorio hondureño, un obsoleto combate aéreo y varios bombardeos que se saldaron con varios miles de civiles muertos. La llamada «guerra del fútbol» tomó la rivalidad entre ambas selecciones como excusa para iniciar las hostilidades pero, en realidad, fue sólo la chispa que incendió la intolerable tensión diplomática entre los dos vecinos. Considerar que ambos países se lanzaron a una guerra exclusivamente por culpa del fútbol es tan absurdo como suponer que el simple asesinato del archiduque Francisco Fernando sembró Europa de tumbas y trincheras en la I Guerra Mundial. Por otra parte, hay mucho escrito sobre la violencia generada, causada y alentada por el fútbol pero muy poco sobre la violencia sublimada sobre el césped. A saber cuántas guerras, cuántas peleas, cuántas violaciones o asesinatos habrán sido evitados gracias a un gol en el momento oportuno.

Tal vez por eso, porque inconscientemente sabemos lo mucho que hay en juego detrás del juego, permitimos que el fútbol usurpe portadas, reportajes e informativos. Los cronistas deportivos son el equivalente contemporáneo de los bardos que cantaban las hazañas de héroes y guerreros. De ahí los análisis previos y los resúmenes posteriores al partido, que suelen ser mucho más largos y exhaustivos que el propio partido. Y, por supuesto, como los héroes y guerreros, los futbolistas también se encuentran un escalón por encima de los demás mortales, en un lugar más allá del bien y del mal donde tienen derecho a todo: sueldos estratosféricos, contratos hiperbólicos, vidas de fábula y, claro está, privilegios fiscales.

Como si todavía hubiese alguien tan estúpido como para ignorar el entramado de pantallas, chanchullos y paraísos fiscales en las que se ocultan las ingentes cantidades de dinero que mueve el deporte rey. Que se llama rey por algo. La ingenuidad de Messi al explicar que «es su papá el que se ocupa de esos asuntos» o la cara de sorpresa de Cristiano al verse retratado en los papeles este fin de semana por intermedio de sus abogados nos devuelven a ese trasfondo infantil que es la verdadera clave del juego.

Son como niños, sí, y uno de los pocos que, hasta la fecha, ha rechazado mancharse las manos en esta inmunda estafa ha sido, precisamente, el padre de un crío, Martin Odegaard. En España la capacidad para suspender el tiempo y el espacio cotidianos alcanza incluso a la ley: un juez, Arturo Zamarriego, ha prohibido al diario El Mundo la publicación de estas irregularidades fiscales de jugadores, representantes y entrenadores. Al final lo publicó para evitar que le pisaran la noticia, como casi sucede. Lo dice El Mundo, no yo, que me escuece, como a cualquier español de bien, estas escandalosas estafas a la Hacienda Pública.

Pero independientemente de las actuaciones judiciales, siguen siendo los héroes maltratados para los hinchas de este o aquel equipo. Un gol, un virguería futbolística de cualquiera de ellos, justifica y absuelve los delitos cometidos. No puedo olvidar el unánime cántico en las Ramblas barcelonesas de «todos somos Messi» y pronto escucharemos también en la Castellana «el todos somos Cristiano».

Pues miren ustedes, ya quisiera yo ser Messi o Cristiano, y seguro que ustedes también, pero como consecuencia de nuestra permisividad, de nuestra idiotez con los astros del deporte rey, tenemos menos colegios, hospitales y muchas otras ventajas que ellos nos han hurtado con nuestra benevolencia, con su infinita usura y que recaen en nuestros maltrechos hombros.

Y, cada vez, florecen más. Son como las malas hierbas.