Convulsa todavía por algunos sucesos truculentos de nuestra tierra, esta columna quizás sea altamente sensible. Pero ahí va. Ella siempre quiso que lo escribiera, y yo nunca lo hice, pero esta Navidad es quizás el momento. Ella siempre estuvo ahí, en silencio, donde los rincones pierden su nombre, donde el pensamiento toma forma, y las palabras sobran. Cuando era pequeña siempre esperaba mi pastel, ese que le llevaba para decirle que la quería. Seguramente no esperará esta columna, pero se la merece más que nadie. Quizás porque ahora soy madre, hasta la entiendo, tanto que lo escribo, orgullosa de su recio porte, de su antagónico ego que jamás me comprendió, pero hoy orgullosa de ser su hija, que la ha hecho abuela, y sobre todo de saber que, en su silencio diletante, siempre esperó que algún día escribiera estas líneas llenas de amor y respeto. Hubo mujeres, pero hubo algunas que jamás renunciaron a pagarse una lavadora. Recuerdo en mi memoria la tortilla que pidió Carmen Díaz de Rivera para Adolfo Suárez mientras mi padre la miraba con una expectación sobrehumana. A ella, la rubia musa de la Transición, la primera jefa de gabinete de una Moncloa en pleno cambio de España. Pero hoy, sí, hoy, sé que todo eso hubiera sido imposible sin las miradas comprensivas de mujer que eran ellas, como La Regenta, fuertes y corajudas mujeres que parece que nunca sufrieron, pero que en sus sonrisas sostuvieron castillos imposibles. Durante años no lo vi, pero todo eso, es tan fuerte, tan silenciosamente discretas, en un impás que merece ser contado. Cuántas mujeres como ellas nunca supusieron nada, cuántas contuvieron lágrimas en esa educación cartesiana que nos castró hasta el alma. Y cuántas hemos estado ahí, para que nadie sepa que Lilibeth no era tan mala, como Electra, Dido, y hasta la Medusa y esa tan mal llamada casi Mandrágora, no, o Agustina de Aragón, o Medea, o la denostada Macbeth, esa princesa maltratada por el criterio masculino que permitía cosas en ellos, que no nos son dadas a nosotras porque no toca. Pues bien, ellas son las que nos han hecho quienes somos hoy. Ellas sin ser reconocidas, mal que me pese, son ese alto de sin razón que nos han hecho pensar que algo era diferente. Sé que cuando nuestras madres lean esta columna, en su pequeño mundo genial, cultivado a la francesa y especial, dirán por fin algo es como debe ser. Porque jamás esperaría que yo, como tantas, entendamos que es a ellas a las que les debemos, en su discreta ilusión quebrada de la vida lo que hoy somos. Llevamos años hablando siempre de ellos, de su contribución, de su causa, pero al final, y sin querer, son ellas las que han hecho quienes somos. Por eso, hoy, que discutía con una buena amiga sobre esto, he pensado en alto, ella se merece una columna de diciembre, casi en el cambio de un año difícil y terrible que ha marcado la vida de todos. Y que ustedes me perdonarán. Como madre hoy entiendo la dureza de haber superado cómo perder una hija, el brío de soportarme a mí, que no soy cualquier cosa, la altura de «aguantar» a unos maridos que eran políticos y polémicos, por criarnos a todos mientras sufrían cualquier enfermedad (la mía, la pobre, un sinfín...) mientras han sido profesoras, bibliotecarias, investigadoras, juezas, dependientas, peluqueras, médicos? pero sobre todo madres a tiempo mental completo. Leyendo algun artículo he leído que esto no casa con el éxito profesional y la independencia, pero lejos de eso es el quid de ser cada vez mejor, mucho más y mejor?. independiente, libre y transgresoras reales. E incluso cuando nadie lo era. Así que va por ellas, y por ella. Feliz domingo, mamá?