Es un hecho indiscutible que estos últimos años hemos vivido una etapa especialmente convulsa, que ha hecho temblar los cimientos económicos, sociales, culturales y políticos. La dureza del impacto de la crisis en nuestra forma de vida trajo consigo que la única respuesta dada en su momento por los partidos políticos, y otras organizaciones, fue la de radicalizar su discurso; esa respuesta era, sin duda, una solución a su propio desconcierto, al que, por cierto, parecen seguir anclados algunos. Recuerdo que esa era la consigna en algunas reuniones, tras haber alcanzado el Partido Popular la mayoría absoluta. Nunca he sentido comodidad con ese método, pues siempre he entendido que la manera de hacer política debe discurrir por otros conductos que, siendo el discursivo esencial en cuanto a su contenido, las formas no le pueden ser ajenas. No obstante, los acontecimientos parecían dar alas a ese discurso radical; tanto es así que el surgimiento de Podemos, cuyo diagnóstico televisado era incuestionable, no hacía más que confirmar que la radicalidad consecuente era el camino. La escenografía política parecía más un campo de fútbol, en el que los aficionados aplaudían los goles en las metas contrarias y el fair play político era tachado de debilidad. La desconfianza entre los partidos políticos era el principio que regía sus relaciones. La corrupción no ayudaba, sin duda. En definitiva, el rechazo al rival era el activo más valorado, cuyo corolario ha sido el no es no.

Sin embargo, las cosas parecen cambiar. Con el desembarazo de algunos prejuicios, que han sido, y son, limitantes del ejercicio político, se empieza a pensar, no en el contrario, sino en el destinatario real de la política: la ciudadanía. Esta semana hemos visto gestos de política útil. El acuerdo entre el Gobierno y el principal partido de la oposición para elevar el salario mínimo interprofesional e incrementar el techo del gasto para que las comunidades autónomas puedan destinar más fondos a políticas sociales es saludado por los ciudadanos, aunque otros, aferrados al antagonismo, critican los pactos como si se tratara de una cesión al adversario, en lugar de ser lo que realmente demanda y necesita la población. La debilidad de un partido político no radica en la capacidad de pactar, que algunos tachan de cesión e, incluso, de rendición, sino en la carencia de aportaciones útiles para la sociedad. Buena prueba de ello es que las encuestas no acertaron con lo que posteriormente manifestaría el electorado. En consecuencia, si el debate es de contenido los partidos no deben temer la defensa pública de un acuerdo, otra cosa es que carezcan de tal contenido y hagan del rechazo al contrario su razón de ser.

En Alicante parece que también se están produciendo algunos de esos cambios. Mientras que el Partido Popular sigue buscando su lugar y sus líderes están en segundas filas, como ocurre en la Diputación. El alcalde de Alicante ha tenido un gesto con la exalcaldesa Sonia Castedo; un gesto que resulta inédito en el contexto antes descrito y en el que también se encuentra inmersa nuestra ciudad. Buscando el perfil institucional, Gabriel Echávarri ha acertado, dejando a los tribunales de justicia el enjuiciamiento y abandonando una confrontación que no aporta nada a las necesidades de los alicantinos. Los políticos no deben recurrir a los juicios mediáticos, pues no sirven para construir un proyecto de futuro y, además, generan dudas éticas, dado que adelanta un reproche más duro que el penal, sin la concurrencia de las debidas garantías.

Es momento, por tanto, de hacer política útil y para eso se requiere liderazgo y valentía porque el contexto está viciado. Sin embargo, estoy convencido de que arrumbar el frentismo y apostar por la confluencia será recompensado por una sociedad que anhela cambios para mejorar su sistema de vida.