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Derecho de defensa y recursos

Que la fase de instrucción se dilata excesivamente, es algo que cualquiera puede detectar sin temor a equivocarse. Que son necesarias medidas para evitar esta corruptela, tampoco nadie lo niega. Que la instrucción junto con un concepto de imputación no compatible con las exigencias legalmente establecidas, produce efectos demoledores frente a personas y sistema político, es una evidencia.

Ahora bien, que la solución propuesta o pensada sea la de restringir el derecho de defensa, culpando a los imputados de los retrasos, me parece una respuesta cuanto menos peligrosa y que no toma en consideración aspectos del problema mucho más graves que están en la base, precisamente, de los recursos que se interponen. Plenamente justificados.

Soluciones hay en la ley para evitar este tipo de dilaciones. Solo basta con aplicarla correctamente y ahí poco o nada se hace, cuando la realidad procesal dista mucho de adaptarse a las exigencias que la Ley de Enjuiciamiento Criminal y normas complementarias imponen.

No es conforme con la letra y el espíritu de la ley que se incoen procesos que no tengan como base un hecho punible, es decir, un hecho en el que, prima facie, aparezcan todos los elementos típicos del delito de forma indicaría, no meramente sospechada, sin base fáctica alguna. Y eso, desgraciadamente, es lo que sucede en multitud de procesos penales en los que, sobre la base de unos llamados informes policiales, que no son informes pues esta figura no existe en la ley, sino atestados y que, a su vez, constituyen un cúmulo indeterminado de sospechas, creencias e inferencias subjetivas, se incoan diligencias que, a partir de ese momento y sobre la base de algo inconcreto y difuso, abren una auténtica inquisición en busca de algo que solo se intuye y que, normalmente, acaba en nada. Los procesos, alegando el derecho de defensa, se instruyen por hechos que, en sí mismos, carecen de trascendencia punitiva, son meras sospechas, simples y meras deducciones sobre la base de creencias previamente establecidas y sin vinculación con elementos objetivos. De ahí, pues, que la instrucción se eternice. Se busca algo que muchas veces no existe.

Es normal, pues, que los abogados soliciten que se concrete esa imputación conforme a la ley y a la jurisprudencia y no es normal que, en tanto la misma permanece largos años en la pura especulación, se remita todo a un momento indeterminado, el de apertura del juicio oral, que ahora, por los menos, ha de producirse en un plazo, aunque muy dilatado por mucho que sus detractores digan lo contrario. Es razonable que se recurra, pues ante imputaciones tan abiertas e inconcretas el ejercicio de la defensa es imposible, infringiéndose palmariamente el artículo 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Y es obligado, no abuso, que se impugnen los actos de investigación ordenados; si no existe una imputación concreta, dichos actos no pueden ser ni pertinentes, ni necesarios. No se cumple la ley y los letrados no tienen otra alternativa que recurrir frente a ilegalidades manifiestas que se hacen aparecer como normales.

La solución es clara. Aplicar la ley y evitar instrucciones basadas en meras especulaciones. Desestimar querellas no fundadas y conceder a los llamados informes policiales el valor que tienen, el de mera denuncia, objeto de prueba, no medio de acreditación. Es la ley, pura y simplemente, frente a una práctica en la que todos tenemos parte de culpa en tanto la presión mediática y un mal uso de las normas conduce a la quiebra misma del sistema procesal. La voluntad popular cede frecuentemente cuando quien es nombrado se ve obligado a abandonar su cargo por razones que el tiempo diluye y que, tal vez, nunca existieron. El proceso en sí mismo, se constituye en condena previa alimentada por los adversarios y por la opinión pública. La condena popular y profesional no es rebatible, ni recurrible. Es firme y perpetua, ilimitada, cruel e interesada y pocas veces los abogados pueden reaccionar ante este tipo de situaciones que invaden incluso la voluntad de quienes deben juzgar, no siempre capaces de enfrentarse a presión tan insoportable. Son humanos. Y, claro está, tras años de instrucción, hay que tener mucho coraje para reconocer que algo se ha hecho mal. De ahí los innecesarios juicios orales que acaban en absoluciones. Instrucciones interminables y pena de banquillo es el resultado de este proceder.

Determinados intereses políticos buscan la tramitación de un proceso que en sí mismo sirve para los fines pretendidos. La condena carece de relevancia. Lo importante es la imputación que se ha convertido en pena anticipada. Lo que son garantías, el proceso y el derecho de defensa, se convierten así en instrumentos represivos. Su uso con fines espurios es muy frecuente.

Ante estos datos, que conocen bien quienes están en la práctica del foro, no es aceptable reducir el derecho de defensa, buscar culpables en el ejercicio de un derecho. Si ya están indefensos los sometidos a procesos penales inquisitivos, privarles de tan fundamental derecho, constituye un golpe desproporcionado que no debe aceptarse por el bien del proceso acusatorio y democrático.

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