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Sin permiso

Menores y alcohol

Algunos proyectos legislativos apenas sirven para ir desempolvándose cada cierto tiempo, sin llegar nunca a ser aprobados. No es extraño que acaben durmiendo el sueño de los justos, por más que sean coherentes y necesarios. Este habitual déjà vu ha vuelto a repetirse en el Ministerio de Sanidad. Los recientes fallecimientos de menores por consumo de alcohol, despiertan el interés por retomar la aprobación de una ley que prevenga este grave problema. Dolors Montserrat, actual ministra del ramo y ex presidenta de la Junta dels Joves Confrares del Cava de Sant Sadurní D'Anoia, dice que va a elaborarla. Pues nada, que así sea.

La verdad es que los datos asustan. Uno de cada cinco españoles se ha emborrachado en el último año pero es entre los adolescentes donde los valores se disparan. Las encuestas oficiales indican que un 32% de los jóvenes con edades comprendidas entre los 14 y los 18 años presentan un consumo abusivo de alcohol ¡Una tercera parte de los escolares españoles en situación de riesgo! Es evidente que no existe otro problema de salud con igual extensión y gravedad en este grupo de población. Sobran razones para exigir que, de una vez por todas, dispongamos de una legislación específica que acabe con esta disparatada permisividad.

Si la memoria no me falla, se tratará del cuarto anteproyecto de Ley que entra en el horno. La primera tentativa tuvo lugar en 2002, poco tiempo después de que el alcohol fuera incluido en el Plan Nacional sobre Drogas. Por extraño que parezca, el gobierno español -sea de uno u otro partido- titubea a la hora de reconocer al alcohol como una droga. Para no herir sensibilidades, en los documentos del Ministerio de Sanidad se utiliza la fórmula «alcohol y drogas» -¡como si el alcohol no fuera una droga!-, una diferenciación que choca frontalmente con los preceptos de la Organización Mundial de la Salud. Vaya, que técnicamente es una droga pero legalmente parece no serlo. La cuestión es que, hasta la fecha, nadie ha tenido los mismísimos de dejarlo claro mediante una ley de ámbito nacional. Quéjense luego de las comunidades autónomas pero, si no fuera por algunas de éstas, aún andaríamos peor en este asunto. Al menos han legislado lo que el gobierno central -y la oposición, por supuesto- no tienen el valor de hacer.

Aquella propuesta inicial partió del Ministerio del Interior que, hace 15 años, dirigía Mariano Rajoy. Algo curioso, como luego les expongo. Entonces era necesaria -y lo sigue siendo hoy en día- una legislación homogénea en todo el territorio nacional, más aún en un país con una cultura tan alcohofílica como la nuestra. Por supuesto, quedó en nada. Quienes vivimos de cerca el nacimiento de ese texto y sus primeros pasos, también asistimos a su rápida defunción. Gobierno y oposición prefirieron anticiparse y aprobar la Ley de la Viña y el Vino, una auténtica aberración normativa si nos atenemos al riesgo que conlleva para la salud pública. La ley de marras elevó al vino -así como al brandy o al orujo- a la categoría de «alimento natural» ¡Manda huevos! Y, para difundir sus bondades, estipuló la obligación de «informar y difundir los beneficios del vino» en las campañas financiadas con fondos públicos. Una cosa es evitar demonizar el vino -obviamente, no hay motivo para ello- y otra, muy distinta, consagrarlo por vía legislativa.

Los dos proyectos posteriores -uno en tiempos de Rodríguez Zapatero y, el segundo, durante la primera legislatura de Rajoy- no pasaron de ser un brindis al sol. O una tomadura de pelo, porque no hay motivo alguno que haga pensar lo contrario. El gobierno socialista no superó la oposición de los empresarios vitivinícolas y de la industria cervecera. Ciertamente, tampoco bregaron mucho ante un sector al que el propio Zapatero había apoyado años antes, cuando se enfrentó a la propuesta de los populares. Por su parte, un converso Rajoy consideraba que limitar el consumo y la promoción de bebidas alcohólicas era «atentar contra la libertad de las gentes». No quedaba ahí su defensa y dejaba claras sus prioridades en tierras de Valdepeñas, regalando los oídos de los bodegueros con su conocida proclama: «¡Viva el vino!». Estando así las cosas, ningún futuro tenía la última intentona -la que arrancó Ana Mato-, finiquitada en cuanto el alavés Alfonso Alonso asumió la cartera de Sanidad.

El nuevo anteproyecto de ley es, en esencia, el mismo texto que quedó abandonado en un cajón del ministerio. Apenas un refrito de las leyes autonómicas ya existentes, añadiendo alguna aportación un tanto polémica. Mal vamos si, para frenar el consumo de alcohol entre los menores, la medida más destacada es sancionar a los padres. A no ser, obviamente, que se asuma multar al 80% de estos. Bien está que se haga en casos de evidente dejación de funciones -incluso llegar a la retirada de la custodia, si fuera preciso- pero son situaciones excepcionales que, en absoluto, reflejan lo habitual. Como apunta el director general de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, Ignacio Calderón, los padres tienen la obligación de tutelar pero las administraciones deben preocuparse de vigilar el cumplimiento de las leyes. Hay más agentes implicados y acciones con una eficacia suficientemente contrastada, que deben ser contempladas. Se precisa de una ley dotada de medios y debidamente reflexionada.

Da la impresión de que esto es cíclico y acabará en nada. «El vino no puede estar en una ley de bebidas peligrosas y no va a estar porque el Partido Popular lo va a impedir», decía Rajoy hace algunos años. Tengan por seguro que la industria alcoholera se lo recordará. Y digo alcoholera porque, desde el argumento de que el vino no puede ser considerado como droga y beneficioso alimento al mismo tiempo, los cerveceros reclaman la misma consideración para su bebida, más aún cuando contiene bastante menos alcohol. Esta justificación y la falsedad de que ni el vino ni la cerveza afectan a la alcoholización de los menores -¡por supuesto que sí afecta!-, volverán a ser las ideas que intentarán grabar en la mente colectiva. Aun así, bueno es que la propuesta acabe saliendo al ruedo legislativo. Otra cosa será que alguien la apoye, porque bastará cualquier discrepancia para justificar el envío a la papelera y así, de tapadillo, cumplir con los intereses del lobby alcoholero.

Quizás sea preciso darle alguna vueltecita al proyecto y bajar a la realidad. Tal vez fuera productivo valorar el modo de velar por el cumplimiento de las obligaciones propias de las administraciones competentes -local y autonómica, que no la nacional-, así como la manera de sancionar la falta de desempeño. Puede que, exigiendo una evolución positiva en cada autonomía -indicadores hay para ello-, las partes implicadas se animen a dar el callo de una vez por todas. En fin, que no solo es legislar, sino hacerlo con coherencia y exigir el cumplimiento de las normas.

Medios existen. Basta con aportar una pizca de creatividad y otro tanto de compromiso.

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