En 1898 los Estados Unidos dieron la puntilla al exhausto imperio español y dejaron por los suelos el orgullo patrio. La excusa fue la explosión del acorazado «USS Maine» en el puerto de La Habana de la que culparon a España la prensa amarilla neoyorkina: Joseph Pulitzer y Williams R. Herst. Los americanos iniciaron el primer bloqueo comercial de la isla -ahora ya es una tradición y España declaró formalmente la guerra. Aquella guerra apenas duró tres meses y acabó con la independencia de Cuba y Filipinas y el fin del imperio español.

Por contra, esa fecha y ese trauma nacional fueron el referente de una de las generaciones más espléndidas de intelectuales y artistas que ha dado este país. Las andanzas del cacique neoyorquino Herst aparecen retratadas en una de las mejores películas de la historia Ciudadano Kane, de Orson Welles; Pulitzer, paradójicamente, daría nombre al mayor premio periodístico norteamericano, concedido, por ejemplo, a Woodward y Bernstein los periodistas que destaparon el Watergate. La desclasificación de documentos secretos reveló recientemente que EE UU sabía previamente de la explosión del «Maine», y ordenaron antes bajar a los oficiales. Y como reconoció en sus memorias el presidente Theodore Roosevelt los intereses sobre el tabaco, el azúcar, fueron claves. El nuevo régimen desembocó en la situación que retrata Francis F. Coppola en El Padrino II en palabras de Hyman Roth, el mafioso de Florida, en Cuba «se nos protege y podemos aprovecharnos sin que intervenga el Ministerio de Justicia» y «tenemos como socio a un Gobierno amigo». Y en eso llegó Fidel. Y de nuevo el bloqueo y el embargo.

Sirva esta introducción para entender la política exterior que siguió Franco con Cuba: romper el bloqueo comercial y de inversiones, a pesar de algún incidente, y reforzar las relaciones diplomáticas. Seguramente era un pequeño desquite por el primer bloqueo y la humillante derrota, y más para un militar. Los presidentes Suárez y González mantuvieron la misma política, también como exponente de autonomía frente a Estados Unidos. Aznar dio un cambio de 180º esa «política de Estado» promoviendo durante su presidencia la llamada «política común» de la UE frente a Cuba: bloqueo total -incluso vetó el viaje del Rey Juan Carlos-, hasta que «se respeten los derechos humanos». Contó con el apoyo de Estados Unidos y de su jefe Rupert Murdoch, el dueño de la prensa sensacionalista en lengua inglesa. Aznar es miembro del Consejo de Administración de su empresa. Y también en Florida le dieron el doctorado Honoris Causa. La causa estaba clara. Cuando el ministro García Margallo quiso rebobinar, Raúl Castro le dio con la puerta en las narices. Canadá y el Vaticano han ocupado el papel que era de España en la recuperación de relaciones con EE UU. Esta semana INFORMACIÓN daba cuenta de que la Unión Europea «dio luz verde a la firma y aplicación provisional del acuerdo de cooperación y diálogo político con Cuba», el que impulsó el Gobierno español hasta la llegada de Aznar.

Los derechos políticos no están reconocidos en la Cuba de Fidel Castro; ni lo estaban con el dictador Fulgencio Batista. Ambos son y eran regímenes dictatoriales. La diferencia es que los derechos humanos son los derechos políticos individuales y colectivos -los de los artículos14 a 29 de nuestra Constitución- y también, según la ONU, los económicos y sociales -del artículo 30 en adelante en nuestro caso- que se desarrollan mediante leyes desde el Gobierno. El régimen castrista en materia de reconocimiento de los derechos sociales y económicos es y ha sido ejemplar en América. A pesar de la pobreza y austeridad, resultado del bloqueo y de errores en política económica, las necesidades básicas están cubiertas sin grandes desigualdades: el sistema sanitario es el mejor en medicina familiar; no hay analfabetismo, la educación es obligatoria y el acceso a la Universidad depende del mérito. Es injustificable cualquier dictadura como también es injustificable el retroceso en los derechos sociales y económicos. En un país como España en el que el paro ronda el 20%, donde un tercio de los niños están en riesgo de exclusión, donde uno de cada cinco trabajadores con trabajo no llega a fin de mes y la desigualdad crece de forma inmisericorde, etcétera. El ejercicio de los derechos políticos se anquilosan y reducen a una formalidad en la que no participan ni les interesa a una parte importante de los españoles. A veces parece que es eso lo que se pretende.