En la encrucijada histórica que vivimos, el término «populismo» se ha convertido en el arma arrojadiza preferida por el establishment económico, político y mediático para criminalizar toda opción política que desafíe sus intereses corporativos. En esta acusación, la noción de populismo se presenta como algo evidente, de lo que saben todos los que hablan. Sin embargo, basta un paseo por las tertulias mediáticas para comprobar que no es así. En realidad, poco importa el significado real del término a los que han encontrado en el populismo el epíteto idóneo para estigmatizar al «enemigo». Se impone un análisis histórico.

Si atendiéramos a la definición académica del populismo como el «conjunto de corrientes políticas que buscan el apoyo de las clases populares», cualquier dirigente podría ser tildado de populista, desde Hitler hasta Gandhi, pasando por el Papa Francisco. De ahí que el análisis haya de hacerse, no desde la inexistente doctrina del populismo, sino desde las circunstancias que, a lo largo de la historia, han hecho variar su significado.

En su acepción primaria, procedente de la antigua Roma, el populismo designaba la ideología que defendía la participación popular en la política para promover iniciativas favorables a los más pobres. Desde esta perspectiva, la máxima expresión del populismo sería la soberanía popular como fundamento de la democracia. De hecho, en la Historia Contemporánea occidental, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, autodefinirse como populista no llevaba carga peyorativa alguna. Ser populista y ser popular significaba lo mismo: defender al pueblo frente a los que estaban para someterlo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría impuso un cambio semántico radical, según el cual el bloque occidental, liderado por Estados Unidos, se autoidentificó con el «mundo libre» y el bloque dirigido por la URSS, con las «democracias populares». El resultado en la política occidental fue la pérdida del valor central del concepto «pueblo» y el uso paralelo del término «populismo» como sinónimo de «totalitarismo», tanto fascista como stalinista. Nació así la falacia de los «extremismos opuestos» («los extremos se tocan») que llega hasta nuestros días. El objetivo encubierto bajo esta falacia es evidente: hermanar movimientos antagónicos entre sí para reducir las opciones políticas de la ciudadanía a las propias del bipartidismo.

Así, el mantra de que «los extremos se tocan» entró a formar parte, junto con la proscripción del término «clase social», del proceso de usurpación del lenguaje susceptible de servir a la ciudadanía para interpretarse como sujeto histórico y político. Así se explica el desmedido interés de los cofrades neoliberales en usar el paraguas del populismo para poner al mismo nivel a los fascistas, sus parientes extremistas, que culpan de la crisis a los de abajo del todo, los inmigrantes, con el propósito de liberar a los poderes establecidos de la fiscalización ciudadana, y a quienes luchan por un proyecto de país centrado en los derechos humanos. Una indigencia intelectual.

¿Qué es, pues, el populismo?

A la luz de lo anteriormente expuesto, es evidente que el populismo no conforma una ideología política con un cuerpo teórico o doctrinal. Su significado depende del que cada cual quiera darle. Lo que sí podemos identificar a lo largo de la historia son circunstancias que podríamos tildar de «populistas», caracterizadas por el conflicto entre el interés de las élites en restringir el carácter representativo de la democracia y las aspiraciones sociales a la extensión de la misma, circunstancias que han sustentado los movimientos sociales, decisivos en la conquista y extensión de los derechos individuales y colectivos.

Hoy en día, las políticas públicas de austeridad, dictadas por «los que mandan sin pasar por las urnas», han servido en Europa para acelerar, con el pretexto de la crisis, la implantación de la versión más radical del proyecto neoliberal. Los recortes sociales, la mercantilización de los bienes y los servicios públicos y la desregulación de las relaciones laborales han consolidado el modelo que mejor satisface los intereses de las grandes corporaciones neoliberales, un auténtico régimen oligárquico en el que lo moralmente imposible y económicamente suicida, es decir, el desmantelamiento del Estado del bienestar por los recortes sociales y las privatizaciones, el empobrecimiento de la ciudadanía por la devaluación de las condiciones de vida y la paralela acumulación de riqueza en pocas manos, es vendido como inevitable.

Este despojo social y el paralelo secuestro de la democracia puede considerarse una circunstancia populista. En esta coyuntura, la lucha por la recuperación de los derechos populares exige la distinción objetiva entre oligarquía y ciudadanía. Es el diagnóstico objetivo de la crisis, que señala su origen en el proceso por el que la oligarquía acumula poder y capital por desposesión de los recursos y los derechos de la ciudadanía el que conduce a la reivindicación de una democracia libre de la presión del gran capital, combativa con la corrupción, representativa de la pluralidad social y comprometida con los derechos económicos y sociales de la ciudadanía.

Desviar la atención hacia falsos enemigos o culpables, como los inmigrantes, responde a la vieja estrategia del «divide y vencerás» tan propia de los poderes establecidos.

Por cierto, ¿soy populista?