El fallecimiento de Rita Barberá ha traído a la escenografía política, social y mediática un debate de calado. Se han sucedido los hechos, las reacciones y declaraciones de unos y otros, dejando la puerta abierta a una reflexión sobre el comportamiento político y mediático del antes y el después.

Sin duda, el personaje político generaba controversia debido a los años en los que ejerció el poder, mucho poder. Sin embargo, el fallecimiento de una persona no debería ser utilizado políticamente por nadie. Para ello, habría que reflotar el humanismo de la oscura profundidad en la que se encuentra. Con independencia de la procedencia, o no, del minuto de silencio en el pleno del Congreso de los Diputados, el recuerdo de una persona fallecida no debería ser objeto de un desplante. Los que lo hicieron parece haberse dado cuenta del error, pues ni siquiera Rufián, que, en determinadas ocasiones hace honor a su apellido, cayó tan bajo. En definitiva, un recuerdo a la persona, no es una aprobación de sus hechos, se trata de un homenaje al civismo, al que, por cierto, tenemos en el olvido.

La senadora murió con un sentido de soledad que ha dolido a la vieja guardia del Partido Popular. Algunos se han apresurado a censurar el alcance del pacto anticorrupción suscrito con Ciudadanos, indicando que el momento de apartar a un político debería ser el de la apertura del juicio oral y que, por tanto, su dureza contra la exalcaldesa carecía de justificación. Afortunadamente, el partido de Rivera ha sido contundente al negar la posibilidad de cambiar un punto o una coma de ese pacto. Yerra el Partido Popular y también erró la finada. Los partidos políticos deben mantener el esfuerzo de la lucha contra la corrupción, pues si ha habido un motivo de desconfianza de la sociedad hacia la clase política ha sido por la defensa de los suyos, degradando las virtudes públicas que deben atesorar los políticos. Por tanto, el problema nunca estribó en la exigencia de responsabilidad, pues, como afirmaba Max Weber, el político responsable no es sólo que el que sostiene sus principios o convicciones, sino el que asume sus consecuencias (Virtudes Públicas, de Victoria Camps, editorial Espasa Calpe). Y Rita erró. Lo hizo cuando no quiso asumir las consecuencias de sus hechos, una vez que la investigación judicial deducía indicios de delito. Cierto es que no ha habido, ni habrá ya, condena, pero el político debe apartarse de la vida pública para ejercer su defensa y ella no lo hizo, mantuvo su puesto en la Cámara Alta contra viento y marea. Esa exposición pública desencadenó un aluvión de críticas de una ferocidad muy enraizada en nuestra sociedad.

Partiendo de la anterior premisa, en la que el político debe ejercer su defensa desde la privacidad, cierto es que nuestra sociedad mediática, en la que participamos todos, ha adquirido un grado de agresividad inusitado. La libertad de prensa es un pilar fundamental de nuestro estado democrático, pues facilita la necesaria información veraz al soberano, el pueblo. Sin embargo, la prensa tradicional se ha visto desbordada por nuevos medios de comunicación, como son las redes sociales, que han convertido la opinión en la referencia informativa. A través de las redes se cocina, a gran velocidad, el flujo de información que manejamos, provocando una dificultad enorme de contrastar la información, en detrimento de la labor que siempre han realizado los periodistas profesionales. Las redes, además, dan cobijo, por su velocidad de acción y volumen, al escarnio, sin que pueda controlarse de manera eficaz. Sin duda, las redes han jugado un papel determinante en la expansión de la democracia, pero no deben negar otros derechos fundamentales individuales, como son el honor, la intimidad o la dignidad, al calor de determinados acontecimientos. La exposición pública a la que voluntariamente se había sometido Rita Barberá al mantener su cargo no justifica la negación de sus derechos fundamentales. Es la sociedad la beneficiada al defender los derechos fundamentales de cualquier persona. Esto no debemos olvidarlo nunca.