Cuando el insigne caudillo Hugo Chávez envainó su espada dejando este maldito mundo por otro mucho mejor, algo a lo que él había contribuido activamente al menos en lo que se refiere a Venezuela -lo de maldito mundo, digo-, otro insigne caudillo patrio Pablo Iglesias, no se asusten, dedicaba un encendido panegírico al militar golpista recordándole a la Humanidad la irreparable pérdida y desconsolada orfandad en la que quedaba sumida por la marcha de Hugo. «Hoy los demócratas hemos perdido a uno de los nuestros», pontificaba Pablo. Después vino Maduro, heredó el chándal de Chávez, los centenares de presos políticos, la intimidación a la prensa independiente y? sigue conduciendo a Venezuela hacia los umbrales del tercer mundo. Mientras, a este lado del Atlántico, Podemos hacía su aparición en la democracia pequeño-burguesa española prometiendo devolver al pueblo la verdadera democracia y acabar con la casta política y sus privilegios. Pese a las bondades bolivarianas alabadas por los podemitas, el pasado mes de junio la Eurocámara aprobaba por aplastante mayoría reclamar a Venezuela la liberación de los presos políticos. Podemos se abstuvo y los de IU, hoy aliados inseparables, votaron en contra. Lo demás es lo de menos, como ustedes dos saben.

Cuando hace unos meses el demócrata Arnaldo Otegi salía de prisión, Pablo Iglesias (el otro) señalaba: «la libertad de Otegi es una buena noticia para los demócratas. Nadie debería ir a la cárcel por sus ideas»; y el intelectual Íñigo Errejón remarcaba que «ningún actor político debe ingresar en prisión por defender ideas políticas». Hace unos días el Congreso debatía la concesión del suplicatorio del independentista catalán Francisco Homs (por sus siglas en castellano), a lo que se opuso Unidos Podemos por «coherencia» con lo dicho contra los privilegios del aforamiento. Alegaban su solidaridad con las personas que «sufren persecución por causa de sus ideas?»; en Venezuela no. Lo demás es lo de menos.

Rita Barberá, alcaldesa de Valencia durante 24 años porque durante 24 años así lo quiso democráticamente la ciudadanía, fallecía este miércoles en Madrid a causa de un infarto rodeada (¿o era cercada?) de fuego amigo, acompañada de la más absoluta soledad, incomunicación y clausura, en una habitación de hotel dibujada por Hopper; estigmatizada, condenada sin juicio y puesta a los pies de unos caballos montados por los cuatro jinetes del Apocalipsis de su ilustre paisano Blasco Ibáñez. Rita Barberá había declarado dos días antes, voluntariamente, ante el Tribunal Supremo -en su condición de senadora-, por un presunto delito de blanqueo de capitales (mil euros, supuestamente, en lo que a ella respecta). El mismo Tribunal Supremo, por cierto, cuyo suplicatorio niegan, atiborrados de beata indignación, Podemos, Bildu, ERC y la antigua CDC (ahora no sé cómo se llama), referido a Francisco Homs (por sus siglas en español). Un paradigmático ejemplo de la Ley de Ohm (por sus siglas en alemán, no se confundan) sobre el principio de «resistencia eléctrica»? a la comparecencia. Será por los calambres.

Con la muerte de Barberá llegan los lloros, el cinismo, los golpes de pecho, las excusas, los evasivos soliloquios frente al espejo de la indignidad, los reproches y la crueldad que anida bajo la piel del odio. Muchos y muchas se encuentran comprendidos en alguno de estos capítulos (partidos políticos, políticos, medios de comunicación, periodistas irredentos -no mensajeros-, caudillos avant la lettre, justicieros más allá de la Justicia, populacho secular, «sans culottes y tricoteuses» al pie de la guillotina, seguidores de Lynch y todos los que jamás han creído ni creerán en la presunción de inocencia aunque prediquen lo contrario), por tanto, aplíquenselos siguiendo el principio del «reparto equitativo» acuñado por Marx en su Crítica al Programa de Gotha: «De cada cual, según sus capacidades?»

Es cierto que a Rita Barberá la entregaron al verdugo de la inquisición muchos de los suyos aterrorizados porque el pirómano dedo no les señalara (de seguir así esta sociedad enferma, tarde o temprano todos serán señalados). Es cierto que Rita Barberá se encontró en el peor momento de hastío ciudadano contra una corrupción tan generalizada (en la mayoría de partidos) como insoportable, y en una Comunidad Valenciana sacudida por vergonzosos episodios de corrupción (no más hirientes que los ERE andaluces, la Cataluña de familia Pujol, el tres por ciento?). Pero también es cierto que a Rita Barberá ningún juez o tribunal la había condenado, ni tan siquiera confirmado su procesamiento. La condena, les guste o no, la dictaron ciertos medios de comunicación, ciertos partidos políticos y sus líderes émulos de Torquemada, indiferentes a la verdad, ajenos a la justicia y a la presunción de inocencia, instalados en el odio.

Podemos se negó, igual que Guanyar en Alicante -no así Compromís ni el Ayuntamiento de Valencia-, a concederle un minuto de silencio a un ser humano, a una mujer condenada sin sentencia al ostracismo social, al insulto lumpenproletario, a la persecución mediática, a la vergüenza eterna, a las miradas de rencor, al estigma del deshonor, a la hoguera donde se queman las venganzas. De ahí que un dirigente de Podemos Alicante, Víctor Fernández, dijera en un tuit que a Barberá hay que quemarla para calentar a familias pobres. Luego, tras el escándalo, dijo que era un error. Decía Clarasó que una de las ventajas del arrepentimiento es que no tiene efecto retroactivo. El odio, el rencor, la hoguera. Ustedes dos verán, yo ya lo he visto.