El triste fallecimiento de Rita Barberá (DEP) supone un punto de inflexión y de reflexión, en lo que ha venido siendo en los últimos años el regreso a nuestras ancestrales ansias de sangre, más propias del circo romano o de la Revolución Francesa. Aquí donde se nos ve, con estudios, lavados y planchados, tenemos mejor pinta que nuestros antecesores, pero no nos hemos quitado aún el pelo de la dehesa. La justificación es nuestro morboso deseo, disfrazado de derecho, de saber, opinar y juzgar a los demás, sin más elementos que lo oído, visto o supuesto, cuando no inventado.

En el caso de Barberá, es evidente que pasar de serlo todo durante un cuarto de siglo en Valencia y el PP, a parecer un fantasma a quien su partido sumió en un doloroso ostracismo, debió de ser un palo difícil de superar para ella. Entre eso, los factores de riesgo que tuviera, la hostia electoral como ella misma la definió, que la apartó de la Alcaldía, y su declaración ante el Supremo, se escribió su final. Pero la política es así, no hay amigos.

A mí lo que me parece más grave del caso, que por cierto es uno de tantos en que el juicio popular ha tomado la delantera al proceso judicial, habitualmente éste súper lento, que todo hay que decirlo, y ha condenado sin pruebas al acusado, es precisamente eso, que en España nos hemos cargado de hecho algunos derechos constitucionales, como el derecho a la presunción de inocencia de los investigados. Es triste, es muy grave y tenemos necesariamente que rebobinar. Imagínese si estuviera usted siendo zaherido a diario por un hecho que no ha cometido, o por el que al menos no ha sido aún condenado, con su vida patas arriba, su nombre pisoteado y encima unos vocingleros insultándole a diario a la puerta de su casa. Y todo porque ya algunos seres anónimos, que no tienen ni puñetera idea del caso, han decidido que usted es culpable. La justicia necesita una urgente reforma para evitar este tipo de linchamiento, con vulneración del más elemental derecho a un juicio justo con las debidas garantías, debiendo además de acabar con los juicios paralelos acabar de una vez las dilaciones indebidas que se producen en la mayoría de procesos.

Es imprescindible una reflexión y autocrítica serias y profundas sobre el papel de los medios de comunicación, el derecho a la información y los límites de estos derechos. La dignidad humana parece un derecho superior al derecho a la información, y en la conjugación de ambos, poniendo el foco en el respeto a la persona, está la clave de por dónde deberíamos tratar de solucionar la actual crisis de valores.