El 17 de noviembre de 1997 José Parejo mató a su exmujer prendiéndole fuego tras atarla a una silla en el patio de su casa. Ella se llamaba Ana Orantes Ruiz, tenía 61 años y, aunque había denunciado a su marido en reiteradas ocasiones y se habían separado dos años antes, una sentencia judicial les obligaba a vivir en la misma casa.

Ana Orantes había contado en televisión los malos tratos que sufría: relató los cuarenta años de tortura de su matrimonio y, días después de su aparición en el programa, fue brutalmente asesinada. El suyo fue el crimen machista número 59 de ese año, sin embargo, la tremenda impresión que causó en la opinión pública la dramática llamada de socorro que Ana lanzó a la sociedad marcó un antes y un después.

Con el terrible asesinato de Ana Orantes la violencia contra las mujeres en el ámbito de la pareja adquirió una dimensión política que antes no tenía, y las reivindicaciones que se venían realizando por parte de sectores feministas empezaron a hacerse oír. Hubo protestas, movilizaciones y un clamor social que pedía a los poderes públicos que actuaran ante semejante injusticia. La violencia contra las mujeres se politizó, y durante los seis años posteriores se gestó la Ley Integral contra la violencia de género, aprobada por unanimidad del Congreso en 2004.

Han pasado doce años y la violencia de género sigue siendo un fenómeno imparable. No sólo no disminuyen los asesinatos, sino que aumentan de manera alarmante las noticias sobre agresiones sexuales, violaciones grupales, y violencia sexual entre adolescentes que ni siquiera son capaces de identificar esa violencia que ejercen o padecen.

Quizá ha llegado el momento de pensar qué no estamos haciendo, o qué estamos haciendo mal. Quizá ha llegado el momento de volver a politizar la violencia machista para que su combate no se limite a una mera repetición de condenas públicas y minutos de silencio, sin un reflejo real en las prioridades públicas, sin proyectos ambiciosos, sin la suficiente dotación presupuestaria, y, lo que es más grave, sin una estrategia clara articulada desde la profunda convicción de que estos crímenes son la consecuencia última de la desigualdad estructural entre mujeres y hombres y del sexismo de la sociedad.

Quizá ha llegado el momento de repensar los mensajes, y revisar la estrategia.

Las leyes españolas contra la violencia de género se centran en dar apoyo y proteger a una parte de las mujeres que sufren maltrato. La ley protege (y es mucho decir esto de que protege) a aquellas que dan el paso de la denuncia, pero no indicen realmente sobre las causas estructurales de la desigualdad ni contemplan la violencia de género que se produce fuera del ámbito de la pareja.

Las campañas de sensibilización se limitan a lanzar a las mujeres un mensaje que las anime a identificar los signos de maltrato y a denunciar; sin embargo aún no se ha articulado un mensaje claro que interpele al futuro maltratador.

Veámoslo de este modo: cada año hay, en España, 60 hombres que matan a sus parejas y algunos, también a sus hijos e hijas. Nada les frena. Nada les disuade porque cuando matan están cumpliendo con un mandato de género arraigado en lo más profundo de su masculinidad: «Si ya no eres mía, no serás de nadie».

¿Dónde han aprendido esos hombres que las mujeres somos objetos sexuales, o que nuestro destino es satisfacer sus necesidades vitales de cuidado y consolar sus derrumbes emocionales? Lo han aprendido en la televisión, en las letras de las canciones, en el discurso de la publicidad, en los videojuegos, en la pornografía -que no vende sólo sexo, sino que vende dominación masculina y que, además, hoy por hoy, es el principal recurso para la educación sexual de nuestros jóvenes-. En definitiva, lo han aprendido en una sociedad que establece jerarquías valorativas que imponen lo masculino sobre lo femenino.

Esto debe hacernos reflexionar, como sociedad, y debe hacernos reflexionar como responsables políticos: hemos conseguido avances en la lucha contra la desigualdad material, la desigualdad legal ya no es concebible en el mundo occidental, ¿pero qué hay de la desigualdad simbólica?, ¿qué hay de los valores que transmitimos y que acaban construyendo las identidades de género? ¿Qué hacemos desde las instituciones para luchar contra esa violencia simbólica que a veces acaba encarnándose en la violencia física? Esta es la realidad cultural que hay que abordar con valentía y con decisión, además de seguir atendiendo y protegiendo a las mujeres que sufren maltrato, hayan denunciado o no. Hacen falta, por tanto, nuevos enfoques y hacen falta sobre todo, más recursos.

El 16 de noviembre, se alcanzó en el Congreso el acuerdo sobre un Pacto de Estado para hacer frente a la violencia de género. Es un avance importante que hay que celebrar, pero si no se concretan actuaciones y, sobre todo, si no se dota del suficiente presupuesto, será otra oportunidad perdida de dar un gran paso, como el que se dio en 2004 con la Ley Integral. Queda mucho por hacer y las instituciones tienen la responsabilidad de ejercer sus competencias en materia de igualdad y prevención de la violencia de género con seriedad, con rigor y con los recursos suficientes.

Desde el Ayuntamiento de Alicante trabajamos en esa dirección desde hace un año. Hemos conseguido mejorar la atención jurídica de las mujeres que acuden en busca de asesoramiento y estamos desarrollando proyectos muy interesantes de prevención y sensibilización dirigidos a las y los adolescentes, así como nuevas propuestas como la «Escuela comunitaria de derechos: mujeres, liderazgo y empoderamiento» presente por ahora, pero con vocación de crecer, en tres barrios de nuestra ciudad. Trabajamos intensamente, día a día y así vamos a seguir, aportando nuestro esfuerzo y también «vigilando» con mucho interés las decisiones que se vayan tomando a nivel estatal, que es donde de verdad se puede dar un impulso a la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres.