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Teodoro Rivero-Ayllón, el viajero

Teodoro Rivero-Ayllón me salvó la vida en Teherán en enero del 79. Cubría yo como periodista algunos acontecimientos de la revolución contra el Shah cuando me encontré en medio de una manifestación en la que cayeron centenares de personas. No sabía yo de dónde venía la muerte, y sólo atiné a detenerme junto a un muro y quedarme allí sentado, con los ojos cerrados, a esperar un balazo.

De pronto, escuché una voz: ¿Eduardo? ¿Eduardo González Viaña?...Abrí los ojos, y no era San Pedro. Era Teodoro, quien trabajaba como profesor en la universidad persa€ Y fue él quien me condujo a un lugar más seguro. El resto lo contaré otro día. Hoy quiero hablar un poco de la vida de mi amigo Teodoro.

Todavía en los años 60, cuando ningún avión comercial volaba a la Isla de Pascua, Teodoro Rivero-Ayllón, un poeta del norte del Perú, se hizo a la mar en Valparaíso y navegó hasta ese lugar, en los confines del mundo.

El barco de regreso salía 3 meses después, pero el encanto irresistible de una isleña hizo que lo perdiera. La siguiente nave llegaba al otro año, pero tampoco la tomó. Al final, se quedó dos años estudiando el idioma de los nativos y tratando de encontrar raíces comunes entre aquél y las lenguas de la América aborigen.

Erraría después por toda América en pos de textos inéditos de algunos poetas modernistas, y ocuparía por fin durante un año la misma silla y mesa en la Biblioteca del Congreso de Washington leyendo sin parar antes de redactar por fin en la universidad de Trujillo la que sería su tesis doctoral que versa sobre el Grupo Norte y sus conexiones con el Modernismo.

En las riberas del Amazonas, llegó a dominar una docena de las lenguas que comunican a los cazadores de aquel bosque impenetrable. Como Vicerrector en Chiclayo, anduvo por las pirámides misteriosas explorando al lado de Walter Alva, el genial descubridor de Sipán.

Quizás el tiempo dura más para él y eso le permite tanta hazaña, pero también juega a su favor el haber sido formado por la cátedra humanista, tradicional en América Latina, y no por aquella otra, importada de los Estados Unidos, que hace de la educación un producto mercantil adquirible por créditos y convierte al graduado en una persona que ya terminó de comprar sabiduría. Pero no me ocupo de eso, sino de Teodoro.

Las virtudes que algunos (amigos) celebran en mi prosa tienen su origen en la generosidad desbordante de este querido cómplice mío.

Cuando yo era un chico de 16 años, colmado de pelo, de ilusiones y de malos versos, fue él, quien se tomó el trabajo de leer lo que yo escribía, de aplaudir algunos fáciles logros de mi pluma y de llevarme la mano para que corrigiera lo que debía corregirse. O sea, casi todo.

"La tarea del buen escritor no consiste tan sólo en llenar papeles, sino en tener la valentía de borrar y hacer desaparecer textos enteros cuando aquellos están de más." Eso es lo que me dijo Teodoro, y creo que por eso me he pasado más tiempo borrando que escribiendo.

El año en que yo entraba a la universidad, Teodoro, tal vez quince años mayor que yo, me había convocado junto a otros muchachos para formar un grupo literario que llamamos "Trilce". La verdad es que nunca he conocido un grupo de gente tan ilusa ni tan generosa.

En el ambiente del Trujillo de entonces, éramos un grupo de locos que se alentaban los unos a los otros para asumir lo que el filósofo Antenor Orrego llamaba un mandato de la tierra y del destino. La vida ha hecho que nos encontremos sin darnos cita en los lugares más remotos de este planeta.

Por mi parte, me choqué con él en el Teherán desbordado de la revolución contra el Shah, y supongo que también ha de ser de casualidad cuando nos encontremos allá arriba, después de después. Los próximos días de Acción de Gracias, en Estados Unidos, se me hacen muy breves para recordar tanta bondad como la que recibo todos los días, y ahora que ha llegado la tarde, no termino de dar las gracias por la gracia de tener amigos

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