Nunca desaproveches una buena crisis, te da la oportunidad de hacer las cosas que no podrías hacer en otro momento». Una lúcida reflexión de Rahm Emanuel muy apropiada para la coyuntura política española presente; no en vano la peculiar aritmética parlamentaria actual supone una gran oportunidad para el pacto inteligente que necesita nuestro sistema de educación y formación.

Hemos visto cómo el Parlamento aprobó el pasado 15 de noviembre una iniciativa para paralizar la aplicación de aquellos aspectos de la LOMCE que no hubieren entrado en vigor (las criticadas «reválidas» de ESO y BAC) como paso previo a alcanzar el pacto educativo que permitiría alumbrar una nueva ley que derogara aquella. Y hemos conocido la respuesta inmediata del Ministerio de Educación: anunciar un Real Decreto-Ley con una serie de medidas a considerar: a) diferir sine die los efectos académicos de la reválida de 4º ESO; b) diferir también sine die los efectos académicos de la de 2º de BAC, que solo valdría como requisito para el acceso a la Universidad, y que vendría referida a las 4 materias troncales generales de 2º, más Valenciano; d) además, voluntariamente, los estudiantes podrían examinarse de dos materias de opción, y así, vista la ponderación para la admisión a cada grado, podrían sumar hasta 14 puntos en su nota de acceso a la Universidad, configurando una fórmula muy similar a la PAU hasta ahora vigente. En definitiva, vemos que se pueden acometer reformas que parecían casi imposibles hace solo unos meses.

¿Es suficiente? Obviamente, no. Hay que concretar urgentemente las características de los ejercicios de cada materia, de modo que puedan visualizarse y ayudar así al trabajo y esfuerzo de alumnos y profesores. Y, más importante si cabe, afrontar la necesidad de llegar al pacto inteligente que necesita la educación española y, a partir de ahí, elaborar una nueva ley que derogue la LOMCE y dure, al menos, una generación. Un pacto que parta de la consideración de la educación como un bien público que nos concierne a todos, que no puede administrarse desde planteamientos políticos e ideológicos particulares evitando, así, su modelación cíclica en función de los vaivenes electorales. Un pacto que pueda concretar un marco legislativo estable y duradero que permita a las administraciones educativas poner en marcha las medidas necesarias para que la sociedad española no pierda el de tren de la sociedad del aprendizaje, a la que se viene refiriendo el profesor J. Stiglitz.

Al respecto, me atreveré a plantear algunas sugerencias que debieran integrar ese pacto educativo:

1) Un compromiso con la mejora sostenida de la inversión que permita situar el gasto público en Educación en el 5% del PIB durante al menos dos décadas, y acabar así con la tacañería que ha venido lastrando la mejora de la Educación española, singularmente en los últimos diez años.

2) Un acuerdo sobre el estatus de la enseñanza de la Religión en las escuelas, así como sobre el marco que posibilite la vertebración de un sistema integrado de escuelas, unas de titularidad pública y otras de titularidad privada, que contribuyen a garantizar el ejercicio del derecho a la educación en concordancia con los principios de gratuidad, equidad, inclusividad y libertad.

3) Un nuevo marco curricular coherente con sugerencias como las del profesor J. Tourón: «Lo importante ya no es qué se enseña, sino cómo se enseña. La importancia reside en lo que se aprende, no en lo que se enseña. Ya no se trata de transmitir contenidos que por otra parte estarán desfasados en poco tiempo, sino de fomentar hábitos intelectuales». Que viene a coincidir con otras de A. Schleicher: «Los buenos planes de estudios no dicen lo que hay que enseñar, sino lo que los estudiantes deben ser capaces de hacer. Son los profesores (y las escuelas) los que deciden cómo dar los conocimientos».

4) Definición de una nueva profesionalidad docente mediante la articulación de un modelo integrado de formación inicial y selección de nuestros profesores, que ponga fin al estúpido sistema de oposiciones vigente, a fin de garantizar el acceso de las personas más aptas a la docencia; y que incorpore, además, un consistente modelo de carrera profesional orientado a estimular la mejora continua de la práctica docente en nuestras aulas.

5) Un fortalecimiento de las escuelas públicas, potenciando la autonomía institucional y la rendición de cuentas de éstas de acuerdo con el principio «grandes retos y grandes ayudas» (D. Hopkins), así como reforzando la capacidad de liderazgo de unos equipos directivos seleccionados con criterios profesionales, sin olvidar la necesidad de que los poderes públicos asuman con claridad su responsabilidad como titulares de las mismas, a fin de comprometer su intervención cuando alguna escuela se aleje de lograr el siguiente objetivo: «Ningún alumno atrás, ningún talento malogrado».

6) Un sistema estable de pilotaje y monitorización del sistema educativo y de cada una de sus escuelas, que proporcione información consistente de su evolución y diagnósticos inteligentes, a fin de que los poderes públicos puedan adoptar las decisiones adecuadas al objeto de asegurar un nivel satisfactorio de resultados para todas ellas.

Llegados a este punto, todos debiéramos tener muy en cuenta las palabras de Sófocles: «Cuando las horas decisivas han pasado, es inútil correr para alcanzarlas».