Hace una semana publicaba en esta misma columna de opinión que, tras la victoria de Trump, se avecinaban oscuras nubes sobre Europa, en general, y en España, en particular. Aunque se ha denunciado en numerosas ocasiones que el gobierno de la economía había desplazado al político, las consecuencias de esa circunstancia están tomando forma y obligando, en consecuencia, a poner en defensa de forma inmediata a los aparatos gubernamentales tanto de Europa como de sus Estados miembros.

La primera medida de la que hemos tenido conocimiento ha sido la de iniciar el cambio de la política económica en Europa. El peligro que representa la pérdida de representatividad de los gobiernos actuales con respecto al pueblo al que se dirige ha obligado a replantear la economía, arrumbando la austeridad e iniciando un proceso de expansión fiscal, aunque tímido todavía. En definitiva, lo que esto representa es el fracaso de la burocratización de la política y el peligroso distanciamiento de la sociedad.

Llevamos años escuchando que los acuerdos están para cumplirlos. Nadie lo va a negar. Sin embargo, no se puede obviar que las estructuras comunitarias y nacionales no son más que órganos que deben estar al servicio de las personas. Y esto último quedó olvidado para dar prioridad al cumplimiento de datos macroeconómicos que, si bien dan confianza a los inversores, no dan facilidades de vida de las personas comunes, que se han ido empobreciendo, engrosando los desequilibrios sociales y aumentando las desigualdades. Con esto no quiero decir que los acuerdos no deban cumplirse, sino que esos acuerdos deben contener la cláusula de «sin perjuicio de las necesidades del pueblo». A nadie le interesa tener una sociedad necesitada y arruinada. Hasta no hace mucho las economías de los países se fortalecían conforme avanzaba la clase media, que permitía mayor recaudación, inversiones públicas y fortalecimiento de los servicios públicos, mejorando, por ende, el bienestar de la sociedad. Hoy ocurre todo lo contrario. La clase media ha perdido y, con ella, la igualdad y la economía. Por eso, no es de extrañar que surjan nuevos líderes que se dirijan a esos sectores olvidados de la sociedad y les digan lo que necesitan escuchar, aunque sea de manera falsaria, maleducada, agresiva y un sinfín de adjetivos despreciables.

Es momento de recuperar la política, es momento de que surjan nuevos liderazgos, que propongan, dentro del marco democrático y de respeto a la ley, escenarios de futuro por los que haya que luchar y permita tranquilizar a los padres de hoy sobre el futuro de sus hijos. Es dar sentido a los esfuerzos para que la sociedad democrática se vea identificada y representada.

Esos liderazgos son necesarios en España. Rajoy ha sido el antilíder porque se ha limitado a cumplir lo preceptuado por Europa y no ha aportado nada, sólo se ha limitado a beneficiarse de los desencantos que generan sus competidores. Es un presidente por defecto. Lo cual dice bastante del resto de líderes.

Pero cuando hablamos de líderes no sólo tenemos que fijarnos en la política, sino también en otros sectores, tales como los sindicales, profesionales, empresariales, etcétera. El panorama es desolador. Alicante es un ejemplo de la quiebra de los liderazgos. Hoy en día, las referencias, que las hay, no están en las organizaciones tradicionales. Éstas protagonizan las noticias de los últimos años, pero como consecuencia de su desconexión con lo que están llamadas a representar.

Deben alzarse las voces de aquellos que tienen algo que decir, ya no sólo para denunciar, sino para dirigirse a una sociedad necesitada de escuchar cómo y por dónde empezamos. No es momento de burócratas ni de oportunistas. No es una invocación al Leviathan, sino a las personas que puedan dar congruencia al presente y oportunidades de futuro.