El populismo, entre otras muchas perturbaciones que introduce en el funcionamiento de las democracias bien ordenadas, supone un desafío a las reglas consolidadas de la responsabilidad política, las cuales, como es sabido, son correlato necesario de cualquier planteamiento riguroso del ejercicio poder.

El principio que rige la responsabilidad política en las democracias bien ordenadas es la desconfianza. En éstas, el político es elegido para representar a sus electores (o al pueblo en general, o al colectivo que lo nombra) en la medida en que es acreedor de su confianza. Cuando ésta cede, debido a su comportamiento, existen mecanismos obligatorios o difusos que permiten forzar su dimisión y ser apartado del poder. Precisamente porque se parte del supuesto de que el político (como cualquier persona) puede engañar, mentir, manipular, enloquecer, traicionar, venderse y dejarse arrastrar por intereses inconfesables, en las democracias pluralistas los políticos están sometidos a reglas diferentes de las que rigen para cualquier ciudadano o ciudadana, a saber: 1) Están obligados a responder en cualquier contexto y a ser veraces en sus respuestas: la mentira es severamente castigada; 2) Para ellos no rige la presunción de inocencia en el terreno político, ni su responsabilidad se confunde con la responsabilidad ante la Justicia por actos delictivos; 3) No rige tampoco para ellos el consuelo de la rehabilitación: queda despojado en adelante, pese a que purgue sus faltas, de la toga blanca de la inocencia.

Se dirá que este modelo de responsabilidad política, idealmente riguroso, no es real y que, en la práctica, es vulnerado con más frecuencia de lo deseable, como prueban los múltiples casos de corrupción y de desviación de poder que todos conocemos. Cierto. Pero ello no es argumento que pueda justificar la erradicación de estos principios. Al contrario: son el acicate para perseguir con más saña si cabe la corrupción y otras desviaciones perniciosas.

El populismo, por el contrario, se atiene a otros principios (si es que cabe hablar de principios en este caso) los cuales llevan indefectiblemente a la elusión de toda responsabilidad. A pesar de que el líder populista, le guste o no, es un representante de otras muchas personas, a título personal o de partido, no se siente vinculado por una relación de confianza con los colectivos a los que dice representar, sino que se presenta como expresión viva, directa y espontánea de entes superiores, tales como el pueblo, la patria u otros entes sagrados. Al sentirse emanación directa del pueblo, se auto-atribuye la particularidad de «no equivocarse nunca», y, en consecuencia, pretende estar exento de toda responsabilidad terrenal.

Aunque el político populista puede engañar, mentir, traicionar, manipular y corromperse, como cualquier otro mortal, considera que tales pecadillos son irrelevantes en comparación con los fines que se propone alcanzar. No le gusta nada que se le cuestione y critique. Sobre todo si la crítica es sarcástica o, incluso, levemente irónica, que es la más poderosa de las críticas. Y porque lo importante para el político populista es la estrategia, el fin, a lo que dedica gran parte de su tiempo, no soporta que se interpongan en su camino incómodos periodistas, que considera vendidos, inmundos medios de comunicación o zascas merecidas en las redes sociales. Sospecha de la libertad de expresión, que juzga estructuralmente manipulada. Ve conspiraciones por todas partes, artimañas e infamias procedentes de los poderosos.

Bien amparándose en un sedicente victimismo, bien infundiendo temor al discrepante, el político populista se las arregla para culpar a otros de sus propios errores, dado que divide el espacio político en buenos y malos, amigos y enemigos. Pero cuando el populismo alcanza el poder, lo primero que hace es doblegar la crítica, cercenar las libertades y crearse a su media un aparato adulador que impone su presencia, su ego.

El populismo es una seria amenaza para la democracia. No es un «momento», una oportunidad que se presenta en las crisis y que debe ser aprovechada para llevar a cabo su programa. No. Es una doctrina, una política que tiene su propia lógica y que se desarrolla sistemáticamente. Por eso es importante delatarla y contraponerle los valores y principios de la democracia constitucional, especialmente en materia de exigencia de responsabilidad política.